sábado, 26 de noviembre de 2011

EL REY DE LOS RATONES. Relato


                     por Raúl Hernández Garrido


Cuando se presentó el desgraciado con su lamentable aspecto, la Princesa se cubrió el rostro con las manos, exclamando: "Fuera, fuera, asqueroso Cascanueces."
E. T. A. Hoffman
            A la luz roja Cascanueces reveló las últimas fotografías. Bien valían el precio que pensaba pedir por ellas, por alto que pareciera. Dentro de la cubeta, sobre el papel húmedo primero surgió la figura de la chica. Luego, enroscándose al cuerpo de ella, apareció la del sujeto. Cascanueces aún utilizaba carretes, revelado y papel. Lo hacía porque así las pruebas contra el sujeto eran irrefutables. Nadie acusaría a Cascanueces de intentar pasar una falsificación hecha con un programa informático. Lo que Cascanueces ofrecía con sus fotografías eran pruebas de la pura realidad.
            La imagen dudó, se resistió. Cascanueces contuvo la respiración y echó un vistazo rápido a la bombilla roja, sin dejar de mirar la cubeta. Por un momento, temió que el rostro del sujeto no se fijara, que todo el trabajo hubiera sido en vano. Sus temores se desvanecieron a medida que la imagen iba definiéndose y se reconocía en ella todo lo que se debía reconocer. La impresión era perfecta y nadie dudaría de la identidad del sujeto, ni mucho menos, de lo que estaba haciendo con la muchacha.
            En su pantalón se abultaba el fajo de billetes. El cliente había quedado muy satisfecho con las fotografías; las había examinado con cuidado; sin preguntar nada más, había pagado una por una, y había desaparecido. Pero aún quedaban cosas por hacer. Cascanueces tenía que ver a la chica para darle su parte. Además de pagarle lo estipulado, tenía por costumbre ajustar al alza sus honorarios según lo que le sacara al cliente. Él creía que así se implicaría más con su trabajo.
            En lo que llevaba con este tipo de encargos había tenido varias colaboradoras. Chicas con buen tipo, atractivas y guapas, aunque él prefería que no fueran excesivamente llamativas. Chicas que no tuvieran escrúpulos pero que a la vez fueran discretas, y que supieran valorar cuánto valía su pudor. Chicas, eso lo tenía claro, que no vinieran de la prostitución. Ese tipo de mujeres no eran buenas para su trabajo. En los primeros encargos, cometió el error de contar con una profesional. Tras un par de reportajes, la putilla se intentó pasar de lista. Cascanueces tuvo que actuar con firmeza con ella. No volvió a repetir con prostitutas.
            Buscaba sus ganchos entre aspirantes a actrices, o entre modelos o azafatas. Una vez, incluso colaboró con una cajera de un supermercado, que resultó ser una sorpresa. Trabajaba extraordinariamente bien, no levantaba ningún recelo entre los sujetos y lograba de ellos pruebas aplastantes. Desgraciadamente, su novio se enteró y ella le dejó colgado a medias con un caso.
            La chica de ahora no era la primera mujer que hacía eso para Cascanueces, y tampoco era ésta la primera vez que ella hacía el trabajo. Así pues, ni esta situación ni la chica en cuestión eran ninguna novedad para él. Sin embargo, últimamente, Cascanueces no podía apartar su imagen de la cabeza.
            Aprovecharía que tenía que quedar con ella para invitarle a cenar. Jamás habían cruzado más de dos palabras seguidas, fuera de las necesarias para concertar cada operación. Lo cierto es que nunca había sido muy efusivo con ninguna de las muchachas con las que había trabajado. No lo era con ninguna mujer, aunque con ella, era especialmente reservado. Cascanueces llevaba desde hacía tiempo pensando en invitarla a cenar. Ahora se había decidido a hacerlo.
            Mientras esperaba que llegara, se imaginó su cuerpo, pequeño y delgado. Su pelo, moreno y corto, encrespado tanto en la cabeza como en su pubis. Sus pechos, pequeños y firmes, de pezones oscuros. Pero lo que más llamaba la atención, hasta el punto de llegar a obsesionarle, eran sus ojos; ojos tristes, sin color, que atravesaban los cuerpos como si al mirar sólo encontraran aire. Dentro de su mente, las fotografías que había hecho empezaron a animarse. Vio de nuevo a la muchacha moverse mientras ejecutaba su trabajo y cumplía con eficacia su papel, controlando cada uno de sus músculos, cada centímetro de su piel, todos sus gestos y movimientos con una meticulosa y exasperante frialdad. Tal vez lo que le sobrecogía de la chica fuera ese algo indefinido que parecía emanar de ella y que acababa envolviendo a los sujetos de la investigación –a las víctimas-. Lo podía sentir no sólo cuando allí, en su escondrijo, disparaba las fotografías, sino también luego, en el laboratorio, al revelar las fotos; e incluso más tarde, cuando examinaba la secuencia fotográfica. Podía casi tocar en el papel el halo invisible que salía de la muchacha e impregnaba al sujeto. Cascanueces, tanto cuando estaba en su encierro y veía la escena a través del objetivo, como luego, cuando examinaba las fotos, sentía que ese halo le excluía a él.
            En su cuchitril, delante de la cámara apoyada en el trípode, Cascanueces sudaba en silencio y no paraba de disparar foto tras foto. Y al final, una vez consumado eso, una vez alcanzado el objetivo por el gancho, y realizado el propósito del investigador, el halo acababa retornando a ella, hacia ella, hacia dentro de ella. Cascanueces sentía entonces un puñetazo contra su estómago. Su boca se secaba, el corazón latía más lentamente. Pensaba en la chica y había algo que le volvía loco. No era amor, tampoco deseo. Le revolvía por dentro mientras la fotografiaba y luego seguía dándole vueltas por la cabeza.
            No la vio llegar, no vio que se había sentado frente a él. La chica estaba en su misma mesa, esperando, sin decir una palabra. El hombre y la mujer estaban solos en el amplio salón del café. A esa hora, el sitio estaba vacío. Cascanueces volvió a la realidad. Se apresuró a sacarse la cartera, casi tirando el café que se enfriaba en la taza. La chica la apartó, antes de que la tragedia fuera irreversible. Cascanueces se sintió pillado en falta. Sin duda era culpable, aunque no sabía de qué. Estaba avergonzado. Extrajo el dinero de la cartera y le pasó su parte. Enmascarada tras sus gafas negras, ella cogió el dinero y lo metió bajo la mesa, sobre sus rodillas, sin guardarlo. Hubo un momento de silencio. La muchacha contó el dinero, y comprobó que la cantidad superaba lo estipulada. Pero no dijo nada, ni un gracias, ni pedir una explicación. Cascanueces dudó. En un susurro, la llamó. Luego, bajó la mirada y le hizo su proposición. Tenía mesa reservada en un restaurante del centro para esa noche. Ella no le miró. Sin levantarse de la mesa, se giró y le dio la espalda. Miró hacia el gran ventanal del café, como si esperara la llegada de alguien. Se volvió hacia Cascanueces. Antes de decir nada, contuvo la respiración y dio un resoplido suave, que hizo que su flequillo se moviera. Le rechazó con pocas y cortantes palabras, que no daban más pie a discusión. Como había llegado se fue, esfumándose entre la gente. Cascanueces sentía un amargor punzante en la boca. Pidió otro café. Se lo sirvieron. Ni siquiera lo probó. Miró la silla frente a él, vacía. Pagó lo justo, sin dejar propina, y se fue.
            En esa época, el trabajo no abundaba. No tenía más casos en cartera. La intranquilidad no dejó al hombre dormir. Su cuerpo pesado le ahogaba, cubriéndole de sudor e insomnio. Se levantaba de la cama y recorría desnudo, con paso torpe, el apartamento; demorándose en la puerta del viejo laboratorio fotográfico. Un resto del pasado, como él, arrinconado por el paso del tiempo. Llegaba al final del pasillo, y volvía a empezar. Y así una noche, y otra, y a la siguiente.
            Pasado un par de semanas, se le presentó un nuevo caso. Respiró aliviado. Como era habitual, le dejó a ella un escueto mensaje en el apartado de correos de siempre. Era todo lo necesario para que la chica apareciera.
            No quiso mirar el teléfono. Estaba seguro de que el timbrazo sonaría de un momento a otro. No quiso mirar el teléfono. Lo sentía como un bichejo, acechando a su espalda, preparado para atacarle. Llenó otra vez el vaso de whisky, para dejar pasar el tiempo. El líquido sonaba con un clap clap en su garganta reseca. Un buen chorro llegando a su estómago como una brasa. El aparato seguía allí detrás, en silencio. No quiso mirar el reloj. Si ella fallaba, siempre podría acudir a alguna de las últimas chicas. Aunque lo hubieran dejado, no sería difícil conseguir que hicieran una excepción; nunca viene mal un pellizco de dinero. Pensaba en cuál sería la más adecuada. Fue descartando una por una a todas las chicas. Al final, no veía más posibilidad que ella. Si fallaba, debería buscar un nuevo gancho, pero le sería imposible que una muchacha nueva realizara el trabajo de forma adecuada. El tic tac del reloj. Una bronca de los vecinos. El chirrido de unos frenos. Un helicóptero sobrevolando la zona. Un silencio lleno de ruidos.
            Tembló. El licor chorrea por los pantalones, le deja perdidos los zapatos. El vaso se hace añicos, se quiebra, explota contra el suelo. Intenta atrapar el vaso cayendo, pero sólo coge aire, se escapa entre sus dedos. El teléfono suena. El teléfono sonó. Cuatro, cinco timbrazos, él no lo cogió, el aparato volvió a quedarse mudo. Esta vez no oía nada, ni el reloj, ni a los vecinos, ni el tráfico. Acarició el auricular. El vello de su mano se erizó. La retiró avergonzado. Era una auténtica garra. Una mano de gorila. El teléfono volvió a sonar. No dejó transcurrir ni un timbrazo esta vez.
            La maquinaria se desplegó de nuevo, precisa, infalible. Una trama de seducción fatal para el chantajeado, demoledora para el chantajista. Dentro de su escondrijo Cascanueces esperaba. En la habitación el espejo frente a la cama ocultaba el cuartucho falso, y allí el objetivo de la cámara aguardaba. El ahogo del encierro convirtió en angustiosa la espera. Las paredes se echaban encima de Cascanueces, los minutos se hacían más lentos, se detenían, retrocedían y golpeaban contra su cara sudorosa. El cuerpo y su respiración agitada hacían aún más espeso el poco aire del cubil. Necesitaba salir de ahí.
            La puerta de la habitación se abrió. A través del espejo vio entrar a la pareja. Ahí estaba ella. El gancho, midiendo con pasos justos ese espacio tan conocido. Tirando de la mano del sujeto, que entró a trompicones, y corrió a ocultarse en la oscuridad. El hombre cerró la puerta y examinó cada rincón del cuarto. Tal vez la facilidad de la conquista le hacía sospechar. El sujeto repasó la superficie de las paredes, arañándolas. Se detuvo en medio de la habitación y miró a su alrededor. Esperó un momento, y luego se dirigió directo hacia el espejo. Cascanueces retrocedió. La mano del hombre apuntaba en su dirección, casi atravesando el cristal. La chica reaccionó, sin perder un segundo más. Se le echó encima hasta que el hombre hundió la cabeza en su cuerpo, y ahí se perdió. Él la aplastó con su corpulencia y se agitó entre espasmos, mientras ella se agitaba entre sus brazos. El juego de los cuerpos puso frenético al encerrado. Lo que surgía ella y envolvía al hombre era hoy muy intenso. Cascanueces desde el otro lado del espejo podía incluso sentir su olor y su tacto. La máquina fotográfica no cesaba de disparar.
            Bañado por la luz roja, Cascanueces dejó resbalar el carrete entre sus dedos. Las cubetas con los líquidos estaban preparadas. Su superficie reflejaba de forma irreal la luz de la bombilla. El rollo de película se le escapaba, incontrolable, haciéndole más difícil su trabajo. Lo desplegó de nuevo, con mucho cuidado. Pero no pudo evitar que sobre la emulsión cayera una gota de sudor. Se pasó el dorso de la mano por la frente. Garra de gorila. La gota se deslizó por la concavidad del rollo formando un surco reblandecido. Se apoyó en la mesa y su mano buscó a tientas el interruptor de la luz. No podía soportar más ese ahogo, sin aire, sin luz. Encerrados en el negativo, aquel hombre y la mujer se repetían en un tiempo muerto. Dos relámpagos rompieron la oscuridad. Ahora, bajo la claridad intensa del fluorescente, respiró profundamente. En el suelo el carrete se enroscaba, inútil. Sin mirarlo lo recogió y lo ocultó en cualquier parte.
            No hubo fotografías que entregar y cobrar, pero sí quedó con ella de nuevo. Le pagaría como si nada diferente de lo habitual hubiera ocurrido, con dinero de su propio bolsillo. Cuando llegó a la cita la chica ya estaba allí. La vio a contraluz, sentada frente al ventanal. Pasaba las hojas de una revista. Cascanueces torpemente se sentó a su lado. Ella no le saludó. El hombre dejó el sobre en la mesa y lo empujó bajo la revista de ella. La chica siguió ojeándola, y sin que ni él lo advirtiera, guardó el sobre en su bolso. Cerró la revista y se levantó. Entonces Cascanueces la tocó. Le agarró el brazo, deteniéndola. Y se oyó proponiéndole un nuevo trabajo.
            Esta vez no habría datos previos. La mentira debía ser tan calculada como fulgurante, completamente limpia. Fijó como punto de encuentro un sitio habitual de copas y luego confió en que las cosas fueran surgiendo sobre la marcha. Llegó allí una hora antes de lo marcado, y comenzó a beber al no soportar la incertidumbre de cómo salir del embrollo en que se había metido. Simplemente, tenía que hablar con la chica, no debería ser tan difícil. Simplemente, tenía que mostrarse agradable. Pensó en qué le iba a decir y ensayó mentalmente hasta el último movimiento de lo que haría cuando la viera. A través del alcohol se sucedían rostros y cuerpos de hombres. Hombres solos, hombres a los que ella podía abordar. Tenía que hablar con la chica. Tenía que hablarle. Simplemente. Algunos de los hombres los descartó por ser demasiado jóvenes, otros porque eran demasiado viejos. La envidia le hacía eliminar a algunos, a otros la repulsión. No encontró su propio rostro en el de los otros. Cuando llegó ella, aún no sabía cómo iba a acabar aquello. Le hizo una seña desde la entrada, y él acudió a su encuentro. Ella esperaba oculta tras la cortina del vestíbulo. Era el momento. Le confesaría que no había ningún trabajo, le confesaría que quería verla de nuevo, se lo diría todo. Tenía que romper el espejo para siempre. Aunque la perdiera. Plantada ante él, la chica le clavó la mirada. Cascanueces retiró sus ojos, irritados por el humo. La chica no hablaba, no se dirigía a él, pero le estaba pidiendo un hombre. Un hombre para realizar su trabajo. Se quedaría frente a ella, le plantaría cara. Hablaría con ella, no tenía que ser tan difícil. Le miraría a los ojos y con ello no haría falta ni hablar, ella comprendería. Pero no pudo soportar el gesto tan frío de la chica, su boca apretando los labios, las manos en las caderas, las piernas ligeramente adelantadas. Cascanueces señaló hacia el interior del bar, al azar. Un hombre. La muchacha se dirigió al desconocido y le sonrió. Su falda se entreabrió ante la sorpresa complacida del afortunado. El juego comenzaba. Cascanueces hundió las manos en los bolsillos.
            Las luces de neón atravesaron su cerebro. La fuerza de la costumbre le guió a la habitación de siempre. Los pasos recorrieron el suelo de moqueta gastada. La mano dirigió la llave a la cerradura. Al abrir la puerta, pese a la oscuridad, el espejo le devolvía su rostro. Se dejó caer sobre la cama. Una telaraña rota ensuciaba una de las esquinas del techo. Desde ahí, siguió un rastro de manchas de humedad que crecía hasta desembocar en un círculo amarillento sobre el lecho. No había llevado las sábanas a la lavandería. Cerró los ojos, apretándolos hasta que le dolieron los párpados. Se quedaría así para que la luz del amanecer le diera en la cara.
            El espejo esperaba.
            Entre sueños escuchó el arañazo de metal contra metal. El ruido cesó, roto por unas risas al otro lado de la puerta. La cerradura volvió a rechinar y Cascanueces apenas tuvo tiempo de alisar la colcha. Cerró la puerta falsa y justo en ese momento ellos entraron. Dentro de la madriguera, su mayor preocupación fue sofocar el jadeo de cansancio que le ahogaba. Entre sus piernas tenía la cámara. Pronto supo qué debía hacer.
            El iris se dilató y la luz llegó al fondo de la retina.
            Iluminado por la luz roja el carrete le abrasaba. Se lo pasaba de una mano a otra, le quemaba. Positivó los contactos de las tomas en que ella se ofrecía a la cámara, con su goce fingido tras una mirada hueca. Tiró copia tras copia de aquellas imágenes que eran sólo para él. Amplió y reencuadró. No dejó escapar un detalle, sin importarle los límites de la definición, la permanencia del grano sobre la línea.
            La anatomía de la mujer se fragmentó en imágenes ampliadas que inundaron la casa. Pobló las paredes con su piel. Cubrió el techo con sus ojos detenidos. Sus dedos, su boca, su pelo. Cascanueces se dedicó con frenesí a la tarea. Depositó en el papel su deseo. Eludía los relojes, hasta que agotados fueron parándose, cada uno en una hora diferente. Las persianas siempre bajadas, perdió el sentido del día y la noche, y ya sólo distinguía entre el adentro y el afuera. Por eso, temía los espejos, donde sospechaba que esa última diferencia se borraba. En su pesadilla, las puertas eran espejos insaciables.
            Dejaba transcurrir los días como si fueran horas. Hasta que no podía más y, bien entrada la noche, huía por la ciudad fantasma, ignorando los semáforos, dirigiendo su coche contra las calles. Intentaba tranquilizarse contemplando los escaparates iluminados, donde los maniquíes afectaban poses humanas largo tiempo perdidas. Pero siempre volvía a su casa. Entonces corría a refugiarse en el baño, que conservaba sus paredes desnudas, o a oscuras buscaba el dormitorio y hundía la cabeza en la almohada.
            Sobre su despacho se acumulaba el polvo, mientras que un acre olor a acetona inundaba su casa. Una película de inexactitud cubría las paredes: el cuerpo del hombre comenzaba a difuminarse entre las fotografías, solapándose tras los límites cada vez más imprecisos del papel. Las imágenes se movían, se desataban, amenazaban con inundar los resquicios de su mente. Comenzó a verlas en los sitios más insospechados, allí donde sólo tendría que encontrar el sosiego de la nada. Deslizándose por el suelo, bajo las puertas. Formando un poso en el agua que bebía, inscribiéndose en las líneas de su mano. Escondiéndose tras el rostro de los maniquíes.
            Nunca más volvería a ver a la chica. No quería perder eso de ella que por fin había conseguido convertir en suyo. Su gloria y su infierno. Pero ahora eso se le escapaba volviéndose en su contra. Encargó marcos de hierro negro para contener aquellas imágenes que más le asaltaban. Así creyó que podría dominarlas.
            Debía salir de allí. Tras los cristales, el marco rectangular revelaba el azul del cielo. Un encuadre limpio de imagen. Un encuadre que él debía de llenar. Se giró hacia la ventana.

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