domingo, 27 de noviembre de 2011

GRITA, TENGO SIDA

Estos textos fueron encargados y puestos en escena por Adolfo Simón en su espectáculo GRITA, TENGO SIDA, junto a una miriada de textos más de muchos compañeros, para una acción teatral que copó calles  y lugares de Madrid un 1 de diciembre de 2005.

Voces en positivo
por Raúl Hernández Garrido

1.-Detrás de tus ojos
Espere. Hágame el favor, es sólo un momento. Ya sé que resulta extraño ser parado por la calle por alguien desconocido. Se lo suplico, no se vaya. No me mire, no lo haga. No tiene nada que temer. Se lo ruego, por favor.
* * *
Eres tú.
Sí.
Te he encontrado de nuevo. Por favor, no te des la vuelta, no me mires. No hagas que esto sea más difícil.
* * *
Te conozco, y tú me conoces muy bien a mí. No me equivoco.
Tras todo este tiempo, sin saber nada uno de otro. Tú y yo que llegamos a compartir toda una vida. Y ahora nos hemos convertido en dos extraños. Hubo un tiempo en que te hubiera pedido un beso.
Hoy no sabría qué hacer con un beso tuyo.
* * *
Tengo sida.
Ahora lo sabes, pero eso no tiene que cambiar nada. Vete, olvida siquiera que nos hemos encontrado, y olvida lo que te he dicho. Si te quedas, piensa en lo que un día fuimos, no en lo que soy ahora. No soporto que me tengan compasión, y menos que seas tú el que me compadezca.
* * *
No te vuelvas, por favor. No me mires. Recuérdame como yo era entonces, la última vez. Nuestros rostros se rozaban y sentía tu aliento, respirando de forma agitada. Me dio la impresión de que tenías prisa por irte. Tú no podías saber que ésa iba a ser la última vez, yo ya tenía tomada mi decisión. Tal vez fuera yo y no tú quien quería que todo acabara lo antes posible.
* * *
Quiero que imagines mi rostro como era yo entonces, como en aquel día gris, aquel día indiferente, ni especialmente triste ni particularmente alegre.
Un día normal.
Como lo fueron todos los días que se sucedieron desde entonces, días normales, días indiferentes, ni especialmente tristes ni particularmente alegres. No puedo consolarme pensando que desde aquél día sólo hubo días sombríos.
* * *
Seguí viviendo, según esa vida nueva en la que la enfermedad estaría muy dentro, adormecida, despertándose de vez en cuando y recordándome que estaba ahí, esperándome, y que yo no debía de dejar de esperarla. Uno cree que siempre puede elegir, aunque sea entre vivir o dejarse morir. Qué absurdo. El azar, o la vida, llámalo como quieras, ya se encarga de elegir por nosotros. Las cosas siguieron su curso, la vida continuó, sin ti, con otra gente, con otros compañeros de trabajo y otros amigos, pero también con esa otra cosa nueva, muy dentro de mí.
* * *
Así de sencillo, dejar que la inercia de las cosas siguiera su curso. Ni siquiera tenía derecho a preguntarme hasta cuánto iba a vivir. Intentaba no pensar, repartiendo el tiempo entre mi nuevo trabajo y el tratamiento médico. Todo ello tan lejos de lo que conocías de mí. Intenté y casi logré que no notaran en mi horario de 9 a 18 las visitas semanales, la medicación cada 8 horas, los dolores, la terapia, el miedo.
* * *
Logré vivir como cualquier otra persona hasta que la debilidad comenzó a adueñarse de mi cuerpo. Antes de que mis compañeros de trabajo llegaran a extrañarse de mi delgadez, a preguntarme sobre los desvanecimientos cada vez más frecuentes, me acogí a la invalidez. Jubilarse a esa edad, cuando aún se supone que tenía toda la vida por delante.
Y realmente ahora la tengo, toda una vida por delante. Una especie de vida, fría y sin expectativas. La ciencia es así, avanza mucho más de lo que pueda soportar el hombre. Antes me dirigía hacia la muerte, de forma inevitable. Un medicamento en prueba hizo que la carrera se detuviera. Nadie sabe cuándo la muerte volverá a ponerse en marcha. Estamos aprendiéndolo. El médico, examinando mi cuerpo. Yo, esperando.
* * *
Tengo tantas cosas que decirte. Pero es imposible hacerlo mirándote a la cara. El tiempo nos ha convertido en dos desconocidos. Creo que ya he dicho esto antes, perdóname. No debo ser sino una mancha borrosa para ti.
¿Qué sentido tiene contarte todo esto ahora? No lo sé. Ninguno. Pero tenía que volver a hablar contigo. Por eso te he buscado durante todo este tiempo, por eso estoy aquí, detrás tuyo, preguntándome si te puedo seguir hablando o no.
No bastaba con verte y que tú no lo supieras. Tenía que hablar contigo, cara a cara. Tenías que saber tantas cosas. Que no he dejado de quererte. Que tras abandonarte, tras saber que ya nunca más podría volver contigo, lo más importante de todo era comprobar que seguías bien.
* * *
Un pequeño crimen para esconder la realidad, para que no sospecharas de esa otra traición, más horrible todavía, que ya llevaba de por sí su propio castigo. No puedo sentirme culpable por haber contraído la enfermedad, sino porque ya nunca más podré estar contigo.
* * *
Fue difícil dejarte, fue muy doloroso. Pero no podía permitir que te contagiaras por mi culpa. Fingí una molestia y simulé un enfado, cortando todo contacto contigo. Mientras tanto, preparaba la huida, una huida perfecta: no debías salir tras de mi, buscándome. Tenías que odiarme. Así que fui sembrando nuestra vida de indicios suficientes para que una vez que yo desapareciera creciera en ti primero la sospecha y luego la seguridad de que lo que yo te había hecho era algo imperdonable. Algo en lo que la compasión era imposible. Cuando te dejara, no se te ocurriría volver a verme.
No merece la pena recordarte los detalles, los conoces demasiado bien. Ahora te pido que lo veas todo de otra forma, que examines y destapes las torpezas de la mentira. No quiero tu perdón, sino que comprendas por qué te hice tanto daño.
* * *
Durante estos años me he estado preguntando si alguna vez podría ser capaz de acercarme a ti y contártelo todo. Durante mucho tiempo eso ha sido imposible. Antes necesitaba comprobar, sin que tú lo supieras, que la enfermedad no te había marcado.
Ya ha pasado el tiempo suficiente como para que comprendas que la enfermedad, que el sida, fue mi traición, y que nunca he dejado de quererte.
Pero, ¿qué importa ya todo? Recuérdame como yo era entonces, en ese último encuentro contigo, cuando tú no podías saber que no me volverías a ver, y yo ya había tomado mi decisión. La última vez que me viste.
Cuando te vuelvas, no me verás. Verás gente, personas que viven el día a día, personas ajetreadas, personas tristes, personas felices. Hombres y mujeres, jóvenes y viejos. No me busques. Alguna de esas cabezas, alguna de esas manos, de esas piernas, son parte de mí. No quiero que me busques. Sino que pienses que cualquiera podría ser yo.

2.- Mi Hijo
Mi hijo.
Un niño delgado de ojos negros. Un hombrecito de siete años con su melenita morena, su pendiente de brillante en la oreja izquierda y su sonrisa de golfillo, pero un tanto triste. No soy mala madre. Nunca me he separado de mi niño. Hace un momento estaba aquí conmigo, con su manita en la mía. Pero en este sitio tan grande y con tanta gente, un tirón y desapareció. ¡No está! Con tanto desalmado, yendo de un sitio a otro sin no mirar por nadie, que si te pisan vivo ni dicen nada y te aplastan. Ellos que se van a preocupar por un niño como el mío. Ayúdeme, por Dios. Estará solo. Un niño solo, entre toda esta gente. Tan pequeño. Estará llorando. No, no llorará, es un niño valiente, muy valiente. Como su padre. No llores mamá, me dice, yo no lloro.
Seguro que está por aquí, que no está lejos. Tengo que encontrarlo. Antes de que le pase nada. Antes de que nadie le haga daño. Hay mala gente suelta por las calles. Por eso le agarro fuerte de la mano y nunca le suelto cuando tengo que bajar con él a la ciudad. Y si puedo, le dejo en casa, lo prefiero. Ya sabía yo que no era bueno traerle, pero él me lo pidió, una y otra vez. Quería ver las luces de la navidad. Yo lo iba a dejar con su abuela. Pero él me lo pidió, ver las luces de la navidad. Y ahora, pobrecito mío, dónde estarás.
Hay prisa. Tengo que encontrarlo antes de que se dé cuenta. No llores, tontorrón, mamá te estaba viendo, no te había perdido. No he llorado, mamá, no he llorado.
Me quiere, claro que sí. Porque soy una buena madre. No soy peor que ésas que van de señoras con sus hijos, todos tiesos, todos repeinados y replanchados, que no parecen niños, que parecen maniquís de tienda y ellas ni les miran ni les hacen caso ni les importa nada. ¿Se preocupan por sus hijos tanto como yo por mi Pablito? Cuando le encontremos, ya lo verá usted y me lo dirá por usted mismo. Se me ha escapado por accidente, nunca me había ocurrido algo así. Ha sido un accidente.
Sí que estoy un poco débil, pero me valgo y me sobro por mí misma para cuidarlo. Aunque me cueste bien que me sacrifico para ganar mi dinero para vestirle y que vaya tan guapo. Ya lo verá, bien comido, bien limpito, bien vestido.
Mírenlos a todos. Me miran. ¿No me creen? Porque me vean así, porque mi ropa esté vieja y mis zapatos desgastados, porque yo no vaya a que me peinen a la peluquería, ¿por eso no creen lo buena madre que soy? Mírenlos. Riéndose. Cerdos. Me han quitado a mi Pablito. Me lo han quitado. No deje que le hagan daño. Niño, te vamos a encontrar, no llores. Niño.
Seguro que…
…no voy a dejar que le hagan daño.
Si estoy enferma…
…estoy enferma.
GRITO.
Grito.
Porque nadie tiene por qué mirarme así.
Si estoy enferma nadie tiene por qué mirarme así.
Usted no es como los demás, usted sí que me entiende. Usted es bueno. Vamos a buscar a mi niño. A Pablito. Le llamé así por su padre. Su padre murió, pero le hubiera gustado que se llamara como él. Pablo.
No tiene que mirarme con esos ojos. Estoy enferma, pero no es nada. Un catarro y nada más. Aquí tengo los análisis.
Un catarro.
Un catarro. ¿Y qué? Muchas veces he tenido un catarro. Por un catarro no hay que buscarle más vueltas. Nunca he hecho caso a las enfermedades. Un catarro me puede durar todo un invierno, ¿y qué? Una tosecilla. Nada serio. Si le molesta a alguien, que se joda. Yo me aguanto, hay cosas mucho peores. Un poco de tos, un poco de fiebre. No voy a contagiar a nadie.
Si me lavo, si me lavo bien, ¿por qué iba a tener ningún miedo? Es sólo lavarme bien. Frotar, jabón, agua, frotar y punto. Es lo más sano, lo mejor contra la enfermedad.
¿Hemos mirado bien por aquí? Hay que buscar por todas partes. Un niño se mete donde una menos se lo espera.
Mi Pablo se reía y vivíamos felices, acurrucados el uno en el otro. ¿Es pecado eso? ¿Es pecado quererse y acurrucarse en los brazos de un hombre? Eran buenos días. Los médicos me dijeron que no debía seguir con lo que estaba haciendo. Que estaba embarazada. Y eso, ¿qué? ¿Qué significaba para mí entonces? Nada, qué pasa. Me gustan los niños. ¿No se lo cree? De siempre que me han gustado. Y Pablito estaba dentro de mí. Pero entonces yo era una burra y no entendía nada. ¿Cómo iba a darme me cuenta, si lo tenía todo, el cielo y la tierra, y entre uno y otra a mi hombre abrazándome y pasándome la insulina llena de calor y gusto corriendo por mis venas?
El gusto, el calor y no sé cuándo me lo pasó el muy cabrón. Ojalá pudiera decir que sé o no sé cuándo y cómo. Me pasó la insulina y sin mirarle me enganché la goma y busqué la vena. El picotazo y el gusto. Me pasó la enfermedad y luego me dejó sola. En una de ésas, en cualquiera. Mi Pablo murió de la vida, que es muy puta. Era un día de los que cae el sol a maza, no como hoy. Un día de verano. Se subió a casa de su primo y me dijo que me fuera, que ya me vería luego. Me gritó que me fuera, yonqui de mierda que no te enteras de ná, que luego nos veríamos. No me imaginaba nada, no me lo imaginaba mientras esperaba el autobús y veía a los coches pasar y pensaba que ese día no teníamos ni para un cacho de pan, y me hervían las venas por dentro. Pasaban los coches delante de mí y los veía tan cerca que me llevaba el viento que levantaban. Cuando oí los gritos y me acerqué sin sentirlo, como si tuviera que hacerlo, a ver por qué tanta gente, a ver por qué tanto grito, pasé entre los coches sin verlos ya, sin mirar nada, sin ver nada. ¿Se mató porque sabía que tenía la enfermedad? ¿Se mató porque sabía que su mujer estaba preñada de la enfermedad, que su hijo iba a nacer enfermo? Se murió de la vida, y punto. De la puta vida. Había una mujer. Una mujer gorda con la cara roja como un cacho carne.  Una mujer que yo no conocía ni Pablo tampoco, una mujer a la que todo le daría igual pero que lloraba y gritaba, como una loca, delante del charco de sangre. Me quedé mirándola, y luego el montón de sangre y de carne despanzurrada, donde estaba mi hombre, donde estaba el padre del niño que tenía dentro. Un policía me empujó para hacerle caso a la mujer, como si a ésa le afectara mucho que mi Pablo estuviera despanzurrado en el suelo y yo detrás, mirándolo como se mira cualquier cosa mientras dentro de mí mi niño callaba.
Seguí picándome, ya daba igual, ya tenía la enfermedad dentro y me ahogaba de tanta mierda. Qué más da lo que pudiera ocurrirme. No pensaba en mi niño. No podía pensarlo. Estaba burra de todo lo que había visto, estaba burra porque se me había ido todo, pensaba yo entonces. No sabía entonces, no podía saberlo, lo que es un niño. No sabía que un niño no te deja morirte, que un niño te pide que vivas para cuidarlo y para verlo, que no puedes dejar de mirarlo. ¿Cómo iba a saberlo, si la vida me estaba dando palos por todas partes? Soy una buena madre. Yo quiero a mi niño, por encima de todo, por encima de mi cadáver, por encima del cadáver de mi hombre.
Le llevo al colegio, ¿sabe?, y es uno de los más listos de la clase. No se crea que por ser pobre no me preocupo por no llevarlo a su colegio. Y por comprarle todos sus libros y todo lo que le haga falta. Los lápices de colores, los cuadernos, todo. Y su ropa, bien lavada y planchada. Lo cuidado que lo tengo. Come todo lo que quiere, todo lo bueno. Le digo que lo coma, que no deje nada, que no podemos tirarlo, y él come como un bendito y cada día está más grande y más guapo. Todas las tardes le pongo su bocadillo de chocolate y le llevo al parque y algún día incluso al cine, a ver alguna de dibujos, que se muere de risa cuando le llevo y me da un vuelco al corazón verle con sus ojos tan abiertos.
Mi hijo está sano. Sano.
No tiene SIDA. Ya no. Cuando nació, lo tenía, pero eso cambió. Esos hijoputas de médicos. Tan chico y tener eso por criarse en un vientre equivocado, en el mío. Porque yo, su madre, soy una enferma. Porque la vida es muy puta, pero qué culpa tiene él que es un niño chico y ni sabe ná ni tiene por qué saberlo. Tener un niño y pensar que es como si ya estuviera por morir, que en cualquier momento la vida se le va y para qué tanta pena y tanto dolor, traerte a la vida para nada. Lloraba sobre le, le mojaba con mis lágrimas y querían quitármelo porque le ponía nervioso y le hacía llorar más, decían, y que eso era malo para mi niño. Todo mentira. Todo, pero qué iba a saber yo entonces. Dos años pasé así y a los dos años, cuando se le acabó mi sangre de dentro de su cuerpo y pudo hacer su sangre, se le quitó la enfermedad. Cómo iba a estar la sangre de un inocente enferma. Los hijoputas de los médicos debían saberlo. Por eso querían engañarme, me lo querían quitar. Debían haber visto con sus máquinas lo guapo que iba a ser y seguro que sabían que no iba a estar enfermo y seguro que todo era para vendérselo a una de ésas con dinero que no pueden ser mujeres, para que luego ni les miraran ni les hicieran caso ni les importara nada, nada, siquiera.
No tiene el SIDA, ¿cree que por ser pobre tendría que tenerlo? No tiene el SIDA y es un niño precioso, mi niño. Nadie me lo va a quitar. Porque soy una buena madre.
Sólo me queda mi hijo. Mi hijo.


3.- LA FAMILIA
¿Cómo me voy a presentar a mis hijos? ¿Qué le voy a decir a mi mujer? Ninguno de ellos puede comprender nada de lo que me pasa. Me encuentro solo.
Toda mi vida he estado trabajando para ellos. Mi mujer, mi hijo mayor, mi hija. Mis manos se ensucian todos los días con el cemento y el yeso y yo las froto bien antes de entrar a casa, para nada. Me desprecian. Yo no soy para ellos más que un mono de obrero sucio, el sudor y el dinero que gano y que siempre les parece demasiado poco. No soy para mis hijos un padre, sino el cabrón que gana demasiado poco dinero para los amigos que tienen, para la vida que viven, para la vida que desean. La vergüenza que siempre ocultan, como si ellos fueran superiores y yo no fuera sino un mal necesario.
Trabajo de sol a sol, y aunque la empresa sea mía trabajo en ella mucho más que cualquier obrero. Trabajo, sólo me preocupo de eso, de trabajar, de ganar dinero para que ellos no me digan nada. No veo otra cosa en la vida. Acumular beneficios sin que yo me guarde nada para mí. Todo es para ellos. Desde que me casé, desde que tuve a mis hijos –tan pequeños, en mis manos, y luego cuando han crecido me han tenido en las suyas.- Todo para ellos.
No debería hablar de esto. Pero ya soy mayor, y en una vida sin vicios uno siempre encuentra una válvula de escape. Sólo tuve una satisfacción. Tenía 19 años. Pequeña, delgada y con ojos oscuros y vivos. Una niña que conocí a través de un teléfono de contacto, llamas, haces la cita, pagas, te hacen el servicio y punto. Con las medidas higiénicas adecuadas. Debería ser lo mejor, por todo lo que me costaba. Es amor pagado. Pero es amor.
Fue mi único gusto. Tener ese cuerpo de niña entre mis manos, sentirme bien amando a alguien sin sentirme despreciado. Todas las semanas la veía, un día, la tarde entera para mí. No valía con otra. No voy a decir que no fuera alguna vez con otra chica. O que ella misma me presentara a alguna de sus amigas, para pasar un buen rato los tres. Pero se siente uno tan a gusto siempre con la misma, y uno se hace la ilusión de que es algo más que una cita pagada a tanto la hora. Que es amor pagado, pero es amor. Es algo más cuando puedes dejar que te llamen por tu nombre de verdad, cuando conoces de memoria la piel que acaricias y descubres cada día cosas que antes no estaban, y se lo dices y ella a veces se ríe y otras se preocupa y arruga la boca con ese gesto que me volvía loco.
Me volvió loco. Pero no tanto como para no cuidar las formas. Nadie tenía que enterarse, cuidaba los detalles para que mi mujer no supiera de esos pequeños momentos en que yo le quitaría la ropa a una niña de 19 años, y jugaría con sus tetas y acariciaría su culo y pasaría la mano por su coñito rubio, haciéndome la ilusión de que todo su cuerpo eran sólo para mí. Y lo era, por esas tres horas, todos los martes por la tarde. La dulzura de su coño sólo para mí, durante esas tres horas. Y cuando iba a mi casa sonreía y podía encerrarme con algo en mi soledad, con el recuerdo de esa piel contra la mía. Parecía que ya daba igual lo que me dijera mi mujer, la manera en que me despreciaran mis hijos.
¿Hasta cuándo iba a durar esto? Llevaba casi un año, y pensaba celebrarlo con un pequeño viaje de negocios, en que mi niña iría de secretaria particular. Ella y yo solos, en la habitación de un hotel, en cualquier lugar del mundo, costara lo que costara. Ella y yo solos, en la habitación, mi cabeza entre sus piernas. Ese es el lugar donde está mi paraíso.
Sonó mi móvil y lo cogí, aunque no conocía el número desde el que me llamaban. Una voz de mujer preguntó por mí. Me dijo si yo la conocía. Yo naturalmente le dije que no. Ella me contestó casi cortándome. Era la madre de la muchacha, y si no la creía, podíamos quedar, me daría pruebas. Pero ahora debía hablar conmigo, de forma urgente. No era bueno que yo la rechazara.
Seguro que quería sacarme dinero. Y fui calculando hasta qué punto debería mostrarme inflexible, y hasta qué punto debía de ceder sin más condiciones para que después de esto no llegara a plantearse nunca más la posibilidad de un nuevo chantaje.
Quedamos en un café, no muy lejos del estudio donde atendía la muchacha, mi amor pagado. Su hija, vete a saber si lo era o no. Era una mujer demasiado atractiva, un tanto rellenita, pero guapa, al fin y al cabo. Muy joven para ser una madre, pensé. Pero quizá estaba equivocado. La miré mejor y encontré esos aires que sólo pasan de padres a hijos. Me presenté y sentí la sangre como una oleada de cansancio invadiendo mi rostro, avergonzándome por estar follándome a la hija de esa mujer. El dinero lo pagaría todo, intenté consolarme con ese pensamiento. Acariciaba la cartera, calculando la cifra y el momento. Ella abrió una pequeña libreta, encuadernada en piel, de color verde. La abrió por donde estaba mi nombre, para que no cupiera ninguna duda. Habló y lo que menos me podía esperar fue lo que me dijo.
MI HIJA TIENE SIDA Y LA HE OBLIGADO A QUE ME DIERA SU AGENDA. ESTOY LLAMANDO A TODOS LOS NOMBRES, PARA AVISARLES, PORQUE PUEDEN ESTAR AFECTADOS.
No era sólo por mí. Había más nombres. Su coño rubio me había metido dentro de la sangre la enfermedad. Pero no era sólo a mí.
Salí del café como si me hubieran atravesado la cabeza con un hierro.
Desde entonces, la pesadilla empezó. Apenas podía dormir durante el tiempo en que duraron las pruebas. La Elisa me dio positivo. Me explicaron lo peor, que quizá tendría la enfermedad o tal vez no, que la Elisa te da una posibilidad, una esperanza a la que agarrarte, y eso es lo peor. Hacía falta una segunda prueba. Ésa sería definitiva, y aunque en la primera te hubiera salido positivo muchas veces la segunda te decía que no la tenías. Fueron dos meses de espera. Dos meses en que no sabía lo que iba a ser de mí. Dos meses trabajando y regresando a casa para ver el desprecio de mi familia, el desprecio de todos los días por no ser como ellos, y pensaba que ellos no sabían, que a lo mejor nunca sabrían lo que estaba viviendo. Nunca sabrían de ese coño rubio y dulce, de esa niña de 19 años, de esa mala bestia que soy y que sin embargo había sido feliz, por un momento, mientras metía mi cabeza entre las piernas de una niña más joven que mi hija, que lo más seguro que gemía fingiendo un placer que yo no le daba. Qué más da, era mi paraíso. Y no dormía pensando en esto que me callaba y que no me dejaba dormir por las noches.
Dos meses después recibí la contestación definitiva y vi lo que tenía dentro. Entonces me di cuenta de que tenía que enfrentarme a ello. Más duro que pensar qua iba a morir era pensar qué le digo a mi mujer, qué le digo a mis hijos, qué le digo a mi hija, si siempre fui un extraño para ellos en qué me iba a convertir ahora.

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