sábado, 24 de diciembre de 2011

FELIZ NOCHE, FELIZ BUENA NOCHE BUENA


Ya sea por el nacimiento de un salvador esperado o por la maniobra inventiva de un impostor, ya sea por un evento cósmico, ya sea porque hace más frío o porque hay más seres queridos cerca de ti, siempre ES BUENO FESTEJAR UNA SONRISA NUEVA, UNA SONRISA BUENA
Mi tarjeta navideña es el concierto NAVIDAD EN PALACIO
del maravilloso grupo LEIOA KANTIKA KORALA dirigida por Basilio Astúlez.
Un servidor os lo preparó, lo cocinó, lo doró, lo emplató y os lo sirve con mis mejores deseos.

TVE LA 2
24 DE DICIEMBRE
INICIO: 20:00
FIN 21:00
FELIZ NAVIDAD. Leioa Kantika Korala en el Palacio Real de Madrid.


http://www.rtve.es/alacarta/videos/especiales-navidad/navidad-palacio/1281314/

sábado, 17 de diciembre de 2011

ATAPUERCA Y LA EVOLUCIÓN: mi visión personal.


EXTRAS
"Museo de la Evolución: memoria del futuro"



EMISIONES EN TVE 2
Domingo 18/12 a las 24.30
Viernes 30/12 a las 21:00
Lunes 2/1 a las 14.40

Duración 55 minutos.

guion y dirección Raúl Hernández Garrido

En el año 2010 abrió sus puertas el Museo de la Evolución del Burgos. Surge como una prolongación de la labor de excavación e investigación realizada por el Equipo de Investigación de los yacimientos de Atapuerca y en conjunción con el CENIEH, Centro Nacional de Investigación de la Evolución Humana, radicado al lado del Museo, en pleno centro de Burgos. El complejo, que también incluye un gran auditorio con dos salas y con capacidad para más de 2000 personas, es creación de Juan Navarro Baldeweg.
Los yacimientos de Atapuerca son uno de los hitos en los estudios del plesitoceno y en ellos es visible la historia completa de la Evolución Humana en Europa. Ha aportado datos espectaculares sobre este tema y cambiado la visión de la presencia humana en Euroasia, retrotrayendo su antigüedad en Europa a la cifra asombrosa de 1.200.000 años, y estableciendo por lo menos una nueva especie de homínidos, el Homo Antecessor. Fundados por la iniciativa, la visión y la sabiduría de Emiliano Aguirre en los años 70, demuestra ser una fuente casi inagotable de descubrimientos paleontológicos.
En nuestro documental asistimos a la historia completa del yacimiento, seguimos la creación del museo y somos testigos de la labor de investigación desarrollada en el CENIEH. A través de ello, se escribe tanto la gesta de nuestra evolución y la aparición de la inteligencia en nuestro planeta, como la del trabajo desarrollado por el equipo iniciado por Emiliano Aguirre desde hace casi 40 años.
El documental se centra en su enorme figura. En él además intervienen los tres codirectores actuales, José María Bermúdez de Castro, también director del CENIEH, así como Juan Luis Arsuaga y Eudald Carbonell. Junto a ellos, figuras fundamentales como las de Aurora Martín, Gloria Cuenca, Joseph María Parés, Rosa Huguet, la intervención del arquitecto Juan Navarro Baldeweg, de Javier Vicente Domingo, Director-Gerente del Sistema Atapuerca, y las declaraciones exclusivas de especialistas de renombre mundial como Marie Antoniette y Henry de Lumley e Ian Tattersall.



Juan Navarro Baldeweg en su estudio.





Emiliano Aguirre habla con Marie Antoniette de Lumley y Eudald Carbonell.



Juan Luis Arsuaga ante la entrada a la Sima de los Huesos.



Reconstrucción de Homo Antecessor, especie establecida en Atapuerca.



El matrimonio Lumley y Emiliano Aguirre visitan el Museo de la Evolución, en obras.



Descubrimiento en la Sima del Elefante de restos humanos de 1.200.000 años, los más antiguos de Europa.




Cráneo 5, Miguelón. Homo Heidelbergensis.


martes, 6 de diciembre de 2011

MEIN KAPITAL, publicación y funciones en Madrid.




El lunes 12 de ENERO aterrizará en la Cuarta Pared de Madrid el montaje MEIN KAPITAL, producido por Teatre Tantarantana de Barcelona, Tranvía Teatro de Zaragoza y Teatro del Astillero de Madrid.
Es un texto colectivo de Inmaculada Alvear, Marta Buchaca, Francesc Cerro-Ferrán, Luis Miguel González, Raúl Hernández Garrido, Daniel Martos, Albert Tola y Helena Tornero. con dirección de Cristina Yáñez.
Estará en el planeta Madrid por sólo 2 semanas.






Y ahora, Teatro del Astillero ha publicado el libreto en el número 32 de su colección de teatro.
http://www.teatrodelastillero.es/editorial/meinkapital_32.html

Reportajes sobre Mein Kapital en TV:
http://www.youtube.com/watch?feature=player_embedded&v=i6mQ6GyTlc0





PRESENTACIÓN
por Luis Miguel González Cruz
MEIN KAPITAL es un proyecto colectivo que nace del contacto de diferentes escrituras y
diferentes discursos de autores españoles que se unen en una práctica que no es ajena en
Teatro del Astillero: la escritura colectiva o, mejor dicho, las escrituras colectivas.
Y es que en los ensayos colectivos del Astillero, la textura de las escrituras nunca buscaron la
construcción de obras basadas en una colección de episodios más o menos afortunados sobre
un tema concreto, sino el cruce de diferentes discursos a partir de una reflexión estética y
filosófica sobre cómo escribir un tema o cómo acercarse por medio de la escritura a ocupar un
punto de vista óptimo sobre el objeto.
Y es que las escrituras colectivas del Astillero parten de la base que todo texto es un encargo.
Un encargo pensado no sólo como una orden que se acepta o un deber que hay que cumplir,
sino también como un ejercicio de escritura. Escribir de la mejor manera posible, desde las
propias escrituras de cada autor, es encargarse a sí mismo contar la misma historia de siempre
como si nunca antes hubiera sido contada.
Y el objeto de estudio de MEIN KAPITAL no era un tema o un tópico, sino otro texto: El capital
de Karl Marx.
Como en otras muchas ocasiones, pusimos en circulación un texto y ese texto dio lugar a otros
muchos. Si el texto original es fecundo, dará lugar a otros muchos textos de los autores que
abordan y aceptan este encargo. Ya lo hicimos antes con Freud y con Roland Barthes y los
resultados fueron impresionantes, pues no en vano, tanto el alemán como el francés son dos
de los mejores prosistas europeos del siglo XX.
Y qué decir de la tragedia isabelina del creador del marxismo que fue El capital. Marx no sólo
quiso hacer un compendio de sus ideas, sino también escribir una obra que literariamente fuera
aceptada y degustada como una obra de arte, no sólo como una obra de pensamiento.
Tal fue así que el propio Sergei M. Eisenstein, el gran cineasta ruso, tuvo siempre como
proyecto llevar a la pantalla la magna obra de Marx.
Esa idea descabellada de Eisenstein siempre me atrajo, aunque no era nada nuevo en el
cineasta, pues casi todos sus proyectos eran quimeras de las que una muy pequeña parte veía
la luz, pero el proyecto de llevar al cine El capital era no sólo imposible, sino inabarcable.
Imposible de pensar.
Así pues, pusimos en marcha la maquinaria de abordar quimeras que no es otra que, en primer
lugar, aceptar el encargo y, después, leernos y escucharnos los unos a los otros. No tan sólo
hablamos sobre qué hacer con el proyecto, sino que lo más fructífero fue leer y escuchar las
propuestas de cada uno de los integrantes del proyecto. Y, además, nos lanzamos a reflexionar
sobre un concepto aparentemente anticuado y olvidado desde el punto de vista de la crítica
que casi se había convertido en un tabú: El capital.
Curiosamente, después de muchos años de crítica al capitalismo, éste entró, a partir de la
postmodernidad, en la hornacina del santoral y pasó a ser tomado como un semidiós que no se
podía criticar, analizar y, por supuesto, tampoco pensar. A partir de los años 80, no se podía
realizar con el capital o el capitalismo ningún proceso materialista. Todo lo que se ha dicho
sobre el capitalismo en los últimos veinte años ha estado más de lado de la imaginación que
del materialismo, más cerca del espiritismo que del análisis concreto.
Tras la caída del muro, las ideas se volatilizaron y las reglas del juego del capital fueron las
únicas que prevalecieron. Reflexionar sobre esa autocastración de la sociedad y de los
intelectuales, que se vieron en la obligación de callar, fue lo más interesante de este trabajo.
¿Por qué esa renuncia a hablar en contra del capital? ¿Por qué esa renuncia, siquiera, a
analizarlo? Desde el punto de vista de la narración, retrocedimos a épocas anteriores a
Dickens y, desde el punto de vista crítico, casi a la Edad Media. Quizás es que los intelectuales
se vieron sobrepasados por el ciclón de la realidad y nunca se vieron con posibilidades de
ofrecer propuestas teóricas mínimamente satisfactorias o críticas mínimamente verosímiles.
Por eso quisimos abordar el texto de Marx y no la idea del comunismo. Quisimos abordar este
espectáculo a partir de la fisicidad de El Capital que a partir de un agiornamiento de ciertas
ideas políticas.
Y luego vino la crisis. Hace dos años comenzamos a madurar este proyecto y tanto Tranvía
Teatro como Tantarantana nos pusimos a buscar colaboradores para este tipo de trabajo tan
sui géneris. A los cuatro autores del Astillero (Raúl Hernández Garrido, Inmaculada Alvear,
Daniel Martos y yo mismo) se unieron otros cuatro autores catalanes, también bregados en la
escritura en taller: Albert Tola, Helena Tornero, Marta Buchaca y Francesc Cerro-Ferran. Por
supuesto que, al poner en circulación el texto de Marx, poníamos también en circulación
ideologías, oportunismos y críticas sobre la situación actual de crisis que sufre nuestro país,
pero MEIN KAPITAL no es sólo una obra sobre la crisis, por lo que huimos de todo aditamento
circunstancial o periodístico buscando, por el contrario, cuáles son las claves no sólo de la
crisis sino, también, del declive de Occidente y del ocaso de las ideologías.
Curiosamente Occidente sigue siendo un reclamo para todos los habitantes del planeta. ¿En
qué consiste ese reclamo? ¿Qué es lo que llama tanto la atención a los inmigrantes que vienen
a Occidente? ¿El Capital? ¿El trabajo? ¿La sociedad del bienestar?
Hemos pasado de la lucha de clases a que todas las empresas tengan un responsable de
Relaciones Humanas. (RRHH) Un obrero especializado en selección, productividad y expulsión
de la mano de obra de las empresas. Así pues, llegamos a la conclusión de que las relaciones
de explotación son relaciones humanas, y que son relaciones de explotación todas las
relaciones laborales.
Así pues, ocho autores han trabajado sobre la herencia de la magna obra de Karl Marx y sobre
el destino que ha tenido la humanidad tras la caída de los muros, las bombas, los aviones y las
ideologías. Inmaculada Alvear, Marta Buchaca, Francesc Cerro-Ferran, Luis Miguel González
Cruz, Raúl Hernández Garrido, Daniel Martos, Albert Tola y Helena Tornero han discutido y
trabajado sobre estas memorias y herencias del hombre contemporáneo y lo han plasmado en
una obra que hemos llamado MEIN KAPITAL.
MEIN KAPITAL, lo queríamos así, contiene piezas de diferentes géneros como el drama, la
comedia, la entrevista, la tragedia y el auto de fe, buscando ese cruce de texturas que trazaran
una radiografía, convenientemente modernizada y transfigurada con las máscaras propias del
siglo XXI, un siglo que vive con un pie en la memoria y otro pie en un viaje espacial a Marte.
Pero no por eso MEIN KAPITAL es una obra marciana. Todo lo contrario. MEIN KAPITAL es
una obra de hoy en día, aunque no por eso deja de ser marciana. MEIN KAPITAL es un texto,
eso sí, materialista.
Y cuando ya estábamos a punto de ensayar la obra, vino el 15 M.
Luís Miguel González Cruz
Teatro del Astillero


 


LOS TEXTOS

REESTRUCTURACIÓN
Helena Tornero
“Tiene usted que estar contenta. Muy contenta. Es lunes, y usted está en el trabajo, en su
trabajo. Su primer lunes en este trabajo. ¿No le parece emocionante? Si no tuviera un trabajo,
todo sería completamente diferente, ¿verdad? Es bonito tener un trabajo, aunque solo sea para
sonreír al cruzar la calle entre todos esos pobres desgraciados que no lo tienen, ¿verdad?
(Pausa.) ¿Verdad?”

EL SUDOR DE TUS MANOS CUANDO TIEMBLAN
Albert Tola
Una escritora que ha vendido su coherencia intelectual redacta un último artículo contra la
sociedad de consumo, mientras solicita que su secretario y amante le regale la muerte.

EN LOS BOSQUES DE BAIKONUR
Francesc Cerro-Ferran
Ocultos en una base secreta situada entre la inmensidad de los bosques colindantes al
cosmódromo de Baikonur, dos hombres están preparando el golpe definitivo contra el
Capitalismo.
Nos hallamos ante un experimento político de alto nivel y consecuencias imprevisibles. Una
cuestión de valores. Dos seres unidos luchando contra un claro enemigo exterior...pero, ¿cuál?
ESTÁN ARRIBA
Marta Buchaca
MADRE: ¡Bueno, pero será posible! ¿Cuarenta años manteniéndote te parece poco?
DANIEL: Eres mi madre.
MADRE: Precisamente. Te di la vida, ¿no te parece suficiente?
DANIEL: Yo sólo digo que te jodía que viviera con vosotros…
MADRE: ¿Sabes a qué edad me fui de casa, yo?
MARÍA: Es que usted… Lo suyo era otra generación.
MADRE: Claro. Claro que lo era. Nosotros salíamos de casa con veinte años, y para casarnos.
No como vosotros que andáis ahí desnudos y con los ojos vendados…

COACHING EN MARTE
Luis Miguel González Cruz
La nueva expedición que se prepara para colonizar el planeta Marte, prepara sus efectivos.
Hay que seleccionar a los miembros de esa expedición y decidir quién está mejor preparado
para viajar y para desempeñar un papel útil en una nueva sociedad que se regirá por un nuevo
modelo económico. ¿Pero cuál será ese modelo?

LA MÁQUINA DEL TIEMPO
Inmaculada Alvear
Una famosa columnista de prensa se enfrenta, en medio de su ecosistema de vida actual que
es el de un gimnasio, a su pasado por medio de una extraña aparición: un antiguo alumno de
su padre que le echa en cara la intrascendencia de su trabajo actual y la necesidad de que
escriba textos comprometidos.

EL CANTO DE LAS SIRENAS
Raúl Hernández Garrido
¿Y si el fin del mundo ya hubiera sucedido? ¿Y si la humanidad ya no existiera? ¿Y si pese a
todo, hubiéramos seguido con nuestras rutinas cotidianas, con nuestros problemas y tensiones,
indiferentes a la extinción, a un fin de los tiempos que ya habría borrado todo, ignorando que el
mañana ya no sino una ilusión? Nos despertaríamos, nos vestiríamos, nos relacionaríamos
unos con otros sin saber que ya todo ha pasado, fantasmas de nosotros mismos. Pero un día,
no podremos evitar que la realidad nos alcance…

UN CAPITALITO
Daniel Martos
La familia es el núcleo primario, es el origen, y en ella crecemos y nos desarrollamos; la familia
nos conforma para el mundo, para enfrentarnos a sus adversidades y peligros. Llegado el
momento. Pero, ¿cuándo llega ese momento? ¿Cuándo estamos preparados para abandonar
el calor del hogar, la seguridad que nos ofrecen los nuestros, el calor protector del útero?
El mundo contemporáneo ha distorsionado velozmente el hecho biológico de la familia. La cría
nunca está capacitada para abandonar a sus progenitores. Y éstos, los padres, tampoco
parecen estar preparados para dejar a sus cachorros volar. Unos y otros sufren vértigo.
Esta fábula nos hace esta pregunta: ¿hasta dónde seremos capaces de llegar para no alterar
esta burbuja familiar en la que nos ha encerrado el sistema?

jueves, 1 de diciembre de 2011

EL HOMBRE SOLO


Y al final el camino ya no tiene más pasos que recorrer, sólo una espera blanca apenas manchada por el chisporreteo rojo de silencios broncos.
Y al final parece que la luz no es sino último suspiro antes de lanzarse hacia el interior de un pozo de claridad lunar.
Y al final se desdibuja con excesiva nitidez esa vida que ya transcurre fuera de las manos que se dejan sobre las sábanas tristes. Esas vidas cuyo calor nunca se volverá a sentir.

Debe ser el final, porque el tiempo se vacía de colores y el ojo recoge sólo lo blanco, lo gris y de cuando en cuando motas de rojo; se oye un brillo de cascabeles que no debe ser sino pura figuración, delirio.
Ya se pasó el tiempo de descubrimientos y de luchas. Ya se pasó el deambular entre países llenos de furia. Ya se pasó la furia de las trincheras, y también los idilios perdidos. Las palabras y los versos. Las metáforas, la realidad y el retorcimiento de los verbos, lleno de sugerencias, que atraviesa los siglos.

Sobre todo está lejos el tiempo que debería vivirse; inaccesible incluso el tiempo de lo que transcurre. Queda atrás la felicidad de saber un hijo y la tristeza de sentirlo jugando con el hambre y la muerte: eso ya no importa.

Menos importa el dolor por ese otro niño, muerto sin haber sabido lo que era el mundo, y que parece llamar a su hermanito pequeño con voz de luna desde un mar sin agua.

No importa ni el peso del cuerpo ni la sequedad de las manos. Ni la sed que desde su garganta convierte su vida en fiebre. Afuera de las paredes blancas que le encierran no importa nada ya. Adentro van importando cada vez menos cosas. Sólo tiene las palabras (espacio, corazón, sol, cárcel, ventana); pero su amistad callada se vuelve traicionera: las palabras le abandonan. Sus manos insensibles no se mueven ya porque hace tiempo que ya no recuerda la palabra manos. Los ojos se abren y se cierran sin ver nada, porque la palabra ojos va y viene de su memoria, y resbala derramándose sobre el suelo – más allá de él, bajo su cuerpo.

Y al final sólo queda una luz escrita sobre la pared. Sólo una luz y nada más. Los ojos fijados en esa luz en la que ya no hay nada (blanco papel, blanco de luna, blanco sin nombre). Y queda un hombre que ya no puede decir su nombre; un alma deshecha; un cuerpo joven y agotado con apenas fuerza para cerrar los ojos y negar para siempre el resplandor de la mañana.



domingo, 27 de noviembre de 2011

GRITA, TENGO SIDA

Estos textos fueron encargados y puestos en escena por Adolfo Simón en su espectáculo GRITA, TENGO SIDA, junto a una miriada de textos más de muchos compañeros, para una acción teatral que copó calles  y lugares de Madrid un 1 de diciembre de 2005.

Voces en positivo
por Raúl Hernández Garrido

1.-Detrás de tus ojos
Espere. Hágame el favor, es sólo un momento. Ya sé que resulta extraño ser parado por la calle por alguien desconocido. Se lo suplico, no se vaya. No me mire, no lo haga. No tiene nada que temer. Se lo ruego, por favor.
* * *
Eres tú.
Sí.
Te he encontrado de nuevo. Por favor, no te des la vuelta, no me mires. No hagas que esto sea más difícil.
* * *
Te conozco, y tú me conoces muy bien a mí. No me equivoco.
Tras todo este tiempo, sin saber nada uno de otro. Tú y yo que llegamos a compartir toda una vida. Y ahora nos hemos convertido en dos extraños. Hubo un tiempo en que te hubiera pedido un beso.
Hoy no sabría qué hacer con un beso tuyo.
* * *
Tengo sida.
Ahora lo sabes, pero eso no tiene que cambiar nada. Vete, olvida siquiera que nos hemos encontrado, y olvida lo que te he dicho. Si te quedas, piensa en lo que un día fuimos, no en lo que soy ahora. No soporto que me tengan compasión, y menos que seas tú el que me compadezca.
* * *
No te vuelvas, por favor. No me mires. Recuérdame como yo era entonces, la última vez. Nuestros rostros se rozaban y sentía tu aliento, respirando de forma agitada. Me dio la impresión de que tenías prisa por irte. Tú no podías saber que ésa iba a ser la última vez, yo ya tenía tomada mi decisión. Tal vez fuera yo y no tú quien quería que todo acabara lo antes posible.
* * *
Quiero que imagines mi rostro como era yo entonces, como en aquel día gris, aquel día indiferente, ni especialmente triste ni particularmente alegre.
Un día normal.
Como lo fueron todos los días que se sucedieron desde entonces, días normales, días indiferentes, ni especialmente tristes ni particularmente alegres. No puedo consolarme pensando que desde aquél día sólo hubo días sombríos.
* * *
Seguí viviendo, según esa vida nueva en la que la enfermedad estaría muy dentro, adormecida, despertándose de vez en cuando y recordándome que estaba ahí, esperándome, y que yo no debía de dejar de esperarla. Uno cree que siempre puede elegir, aunque sea entre vivir o dejarse morir. Qué absurdo. El azar, o la vida, llámalo como quieras, ya se encarga de elegir por nosotros. Las cosas siguieron su curso, la vida continuó, sin ti, con otra gente, con otros compañeros de trabajo y otros amigos, pero también con esa otra cosa nueva, muy dentro de mí.
* * *
Así de sencillo, dejar que la inercia de las cosas siguiera su curso. Ni siquiera tenía derecho a preguntarme hasta cuánto iba a vivir. Intentaba no pensar, repartiendo el tiempo entre mi nuevo trabajo y el tratamiento médico. Todo ello tan lejos de lo que conocías de mí. Intenté y casi logré que no notaran en mi horario de 9 a 18 las visitas semanales, la medicación cada 8 horas, los dolores, la terapia, el miedo.
* * *
Logré vivir como cualquier otra persona hasta que la debilidad comenzó a adueñarse de mi cuerpo. Antes de que mis compañeros de trabajo llegaran a extrañarse de mi delgadez, a preguntarme sobre los desvanecimientos cada vez más frecuentes, me acogí a la invalidez. Jubilarse a esa edad, cuando aún se supone que tenía toda la vida por delante.
Y realmente ahora la tengo, toda una vida por delante. Una especie de vida, fría y sin expectativas. La ciencia es así, avanza mucho más de lo que pueda soportar el hombre. Antes me dirigía hacia la muerte, de forma inevitable. Un medicamento en prueba hizo que la carrera se detuviera. Nadie sabe cuándo la muerte volverá a ponerse en marcha. Estamos aprendiéndolo. El médico, examinando mi cuerpo. Yo, esperando.
* * *
Tengo tantas cosas que decirte. Pero es imposible hacerlo mirándote a la cara. El tiempo nos ha convertido en dos desconocidos. Creo que ya he dicho esto antes, perdóname. No debo ser sino una mancha borrosa para ti.
¿Qué sentido tiene contarte todo esto ahora? No lo sé. Ninguno. Pero tenía que volver a hablar contigo. Por eso te he buscado durante todo este tiempo, por eso estoy aquí, detrás tuyo, preguntándome si te puedo seguir hablando o no.
No bastaba con verte y que tú no lo supieras. Tenía que hablar contigo, cara a cara. Tenías que saber tantas cosas. Que no he dejado de quererte. Que tras abandonarte, tras saber que ya nunca más podría volver contigo, lo más importante de todo era comprobar que seguías bien.
* * *
Un pequeño crimen para esconder la realidad, para que no sospecharas de esa otra traición, más horrible todavía, que ya llevaba de por sí su propio castigo. No puedo sentirme culpable por haber contraído la enfermedad, sino porque ya nunca más podré estar contigo.
* * *
Fue difícil dejarte, fue muy doloroso. Pero no podía permitir que te contagiaras por mi culpa. Fingí una molestia y simulé un enfado, cortando todo contacto contigo. Mientras tanto, preparaba la huida, una huida perfecta: no debías salir tras de mi, buscándome. Tenías que odiarme. Así que fui sembrando nuestra vida de indicios suficientes para que una vez que yo desapareciera creciera en ti primero la sospecha y luego la seguridad de que lo que yo te había hecho era algo imperdonable. Algo en lo que la compasión era imposible. Cuando te dejara, no se te ocurriría volver a verme.
No merece la pena recordarte los detalles, los conoces demasiado bien. Ahora te pido que lo veas todo de otra forma, que examines y destapes las torpezas de la mentira. No quiero tu perdón, sino que comprendas por qué te hice tanto daño.
* * *
Durante estos años me he estado preguntando si alguna vez podría ser capaz de acercarme a ti y contártelo todo. Durante mucho tiempo eso ha sido imposible. Antes necesitaba comprobar, sin que tú lo supieras, que la enfermedad no te había marcado.
Ya ha pasado el tiempo suficiente como para que comprendas que la enfermedad, que el sida, fue mi traición, y que nunca he dejado de quererte.
Pero, ¿qué importa ya todo? Recuérdame como yo era entonces, en ese último encuentro contigo, cuando tú no podías saber que no me volverías a ver, y yo ya había tomado mi decisión. La última vez que me viste.
Cuando te vuelvas, no me verás. Verás gente, personas que viven el día a día, personas ajetreadas, personas tristes, personas felices. Hombres y mujeres, jóvenes y viejos. No me busques. Alguna de esas cabezas, alguna de esas manos, de esas piernas, son parte de mí. No quiero que me busques. Sino que pienses que cualquiera podría ser yo.

2.- Mi Hijo
Mi hijo.
Un niño delgado de ojos negros. Un hombrecito de siete años con su melenita morena, su pendiente de brillante en la oreja izquierda y su sonrisa de golfillo, pero un tanto triste. No soy mala madre. Nunca me he separado de mi niño. Hace un momento estaba aquí conmigo, con su manita en la mía. Pero en este sitio tan grande y con tanta gente, un tirón y desapareció. ¡No está! Con tanto desalmado, yendo de un sitio a otro sin no mirar por nadie, que si te pisan vivo ni dicen nada y te aplastan. Ellos que se van a preocupar por un niño como el mío. Ayúdeme, por Dios. Estará solo. Un niño solo, entre toda esta gente. Tan pequeño. Estará llorando. No, no llorará, es un niño valiente, muy valiente. Como su padre. No llores mamá, me dice, yo no lloro.
Seguro que está por aquí, que no está lejos. Tengo que encontrarlo. Antes de que le pase nada. Antes de que nadie le haga daño. Hay mala gente suelta por las calles. Por eso le agarro fuerte de la mano y nunca le suelto cuando tengo que bajar con él a la ciudad. Y si puedo, le dejo en casa, lo prefiero. Ya sabía yo que no era bueno traerle, pero él me lo pidió, una y otra vez. Quería ver las luces de la navidad. Yo lo iba a dejar con su abuela. Pero él me lo pidió, ver las luces de la navidad. Y ahora, pobrecito mío, dónde estarás.
Hay prisa. Tengo que encontrarlo antes de que se dé cuenta. No llores, tontorrón, mamá te estaba viendo, no te había perdido. No he llorado, mamá, no he llorado.
Me quiere, claro que sí. Porque soy una buena madre. No soy peor que ésas que van de señoras con sus hijos, todos tiesos, todos repeinados y replanchados, que no parecen niños, que parecen maniquís de tienda y ellas ni les miran ni les hacen caso ni les importa nada. ¿Se preocupan por sus hijos tanto como yo por mi Pablito? Cuando le encontremos, ya lo verá usted y me lo dirá por usted mismo. Se me ha escapado por accidente, nunca me había ocurrido algo así. Ha sido un accidente.
Sí que estoy un poco débil, pero me valgo y me sobro por mí misma para cuidarlo. Aunque me cueste bien que me sacrifico para ganar mi dinero para vestirle y que vaya tan guapo. Ya lo verá, bien comido, bien limpito, bien vestido.
Mírenlos a todos. Me miran. ¿No me creen? Porque me vean así, porque mi ropa esté vieja y mis zapatos desgastados, porque yo no vaya a que me peinen a la peluquería, ¿por eso no creen lo buena madre que soy? Mírenlos. Riéndose. Cerdos. Me han quitado a mi Pablito. Me lo han quitado. No deje que le hagan daño. Niño, te vamos a encontrar, no llores. Niño.
Seguro que…
…no voy a dejar que le hagan daño.
Si estoy enferma…
…estoy enferma.
GRITO.
Grito.
Porque nadie tiene por qué mirarme así.
Si estoy enferma nadie tiene por qué mirarme así.
Usted no es como los demás, usted sí que me entiende. Usted es bueno. Vamos a buscar a mi niño. A Pablito. Le llamé así por su padre. Su padre murió, pero le hubiera gustado que se llamara como él. Pablo.
No tiene que mirarme con esos ojos. Estoy enferma, pero no es nada. Un catarro y nada más. Aquí tengo los análisis.
Un catarro.
Un catarro. ¿Y qué? Muchas veces he tenido un catarro. Por un catarro no hay que buscarle más vueltas. Nunca he hecho caso a las enfermedades. Un catarro me puede durar todo un invierno, ¿y qué? Una tosecilla. Nada serio. Si le molesta a alguien, que se joda. Yo me aguanto, hay cosas mucho peores. Un poco de tos, un poco de fiebre. No voy a contagiar a nadie.
Si me lavo, si me lavo bien, ¿por qué iba a tener ningún miedo? Es sólo lavarme bien. Frotar, jabón, agua, frotar y punto. Es lo más sano, lo mejor contra la enfermedad.
¿Hemos mirado bien por aquí? Hay que buscar por todas partes. Un niño se mete donde una menos se lo espera.
Mi Pablo se reía y vivíamos felices, acurrucados el uno en el otro. ¿Es pecado eso? ¿Es pecado quererse y acurrucarse en los brazos de un hombre? Eran buenos días. Los médicos me dijeron que no debía seguir con lo que estaba haciendo. Que estaba embarazada. Y eso, ¿qué? ¿Qué significaba para mí entonces? Nada, qué pasa. Me gustan los niños. ¿No se lo cree? De siempre que me han gustado. Y Pablito estaba dentro de mí. Pero entonces yo era una burra y no entendía nada. ¿Cómo iba a darme me cuenta, si lo tenía todo, el cielo y la tierra, y entre uno y otra a mi hombre abrazándome y pasándome la insulina llena de calor y gusto corriendo por mis venas?
El gusto, el calor y no sé cuándo me lo pasó el muy cabrón. Ojalá pudiera decir que sé o no sé cuándo y cómo. Me pasó la insulina y sin mirarle me enganché la goma y busqué la vena. El picotazo y el gusto. Me pasó la enfermedad y luego me dejó sola. En una de ésas, en cualquiera. Mi Pablo murió de la vida, que es muy puta. Era un día de los que cae el sol a maza, no como hoy. Un día de verano. Se subió a casa de su primo y me dijo que me fuera, que ya me vería luego. Me gritó que me fuera, yonqui de mierda que no te enteras de ná, que luego nos veríamos. No me imaginaba nada, no me lo imaginaba mientras esperaba el autobús y veía a los coches pasar y pensaba que ese día no teníamos ni para un cacho de pan, y me hervían las venas por dentro. Pasaban los coches delante de mí y los veía tan cerca que me llevaba el viento que levantaban. Cuando oí los gritos y me acerqué sin sentirlo, como si tuviera que hacerlo, a ver por qué tanta gente, a ver por qué tanto grito, pasé entre los coches sin verlos ya, sin mirar nada, sin ver nada. ¿Se mató porque sabía que tenía la enfermedad? ¿Se mató porque sabía que su mujer estaba preñada de la enfermedad, que su hijo iba a nacer enfermo? Se murió de la vida, y punto. De la puta vida. Había una mujer. Una mujer gorda con la cara roja como un cacho carne.  Una mujer que yo no conocía ni Pablo tampoco, una mujer a la que todo le daría igual pero que lloraba y gritaba, como una loca, delante del charco de sangre. Me quedé mirándola, y luego el montón de sangre y de carne despanzurrada, donde estaba mi hombre, donde estaba el padre del niño que tenía dentro. Un policía me empujó para hacerle caso a la mujer, como si a ésa le afectara mucho que mi Pablo estuviera despanzurrado en el suelo y yo detrás, mirándolo como se mira cualquier cosa mientras dentro de mí mi niño callaba.
Seguí picándome, ya daba igual, ya tenía la enfermedad dentro y me ahogaba de tanta mierda. Qué más da lo que pudiera ocurrirme. No pensaba en mi niño. No podía pensarlo. Estaba burra de todo lo que había visto, estaba burra porque se me había ido todo, pensaba yo entonces. No sabía entonces, no podía saberlo, lo que es un niño. No sabía que un niño no te deja morirte, que un niño te pide que vivas para cuidarlo y para verlo, que no puedes dejar de mirarlo. ¿Cómo iba a saberlo, si la vida me estaba dando palos por todas partes? Soy una buena madre. Yo quiero a mi niño, por encima de todo, por encima de mi cadáver, por encima del cadáver de mi hombre.
Le llevo al colegio, ¿sabe?, y es uno de los más listos de la clase. No se crea que por ser pobre no me preocupo por no llevarlo a su colegio. Y por comprarle todos sus libros y todo lo que le haga falta. Los lápices de colores, los cuadernos, todo. Y su ropa, bien lavada y planchada. Lo cuidado que lo tengo. Come todo lo que quiere, todo lo bueno. Le digo que lo coma, que no deje nada, que no podemos tirarlo, y él come como un bendito y cada día está más grande y más guapo. Todas las tardes le pongo su bocadillo de chocolate y le llevo al parque y algún día incluso al cine, a ver alguna de dibujos, que se muere de risa cuando le llevo y me da un vuelco al corazón verle con sus ojos tan abiertos.
Mi hijo está sano. Sano.
No tiene SIDA. Ya no. Cuando nació, lo tenía, pero eso cambió. Esos hijoputas de médicos. Tan chico y tener eso por criarse en un vientre equivocado, en el mío. Porque yo, su madre, soy una enferma. Porque la vida es muy puta, pero qué culpa tiene él que es un niño chico y ni sabe ná ni tiene por qué saberlo. Tener un niño y pensar que es como si ya estuviera por morir, que en cualquier momento la vida se le va y para qué tanta pena y tanto dolor, traerte a la vida para nada. Lloraba sobre le, le mojaba con mis lágrimas y querían quitármelo porque le ponía nervioso y le hacía llorar más, decían, y que eso era malo para mi niño. Todo mentira. Todo, pero qué iba a saber yo entonces. Dos años pasé así y a los dos años, cuando se le acabó mi sangre de dentro de su cuerpo y pudo hacer su sangre, se le quitó la enfermedad. Cómo iba a estar la sangre de un inocente enferma. Los hijoputas de los médicos debían saberlo. Por eso querían engañarme, me lo querían quitar. Debían haber visto con sus máquinas lo guapo que iba a ser y seguro que sabían que no iba a estar enfermo y seguro que todo era para vendérselo a una de ésas con dinero que no pueden ser mujeres, para que luego ni les miraran ni les hicieran caso ni les importara nada, nada, siquiera.
No tiene el SIDA, ¿cree que por ser pobre tendría que tenerlo? No tiene el SIDA y es un niño precioso, mi niño. Nadie me lo va a quitar. Porque soy una buena madre.
Sólo me queda mi hijo. Mi hijo.


3.- LA FAMILIA
¿Cómo me voy a presentar a mis hijos? ¿Qué le voy a decir a mi mujer? Ninguno de ellos puede comprender nada de lo que me pasa. Me encuentro solo.
Toda mi vida he estado trabajando para ellos. Mi mujer, mi hijo mayor, mi hija. Mis manos se ensucian todos los días con el cemento y el yeso y yo las froto bien antes de entrar a casa, para nada. Me desprecian. Yo no soy para ellos más que un mono de obrero sucio, el sudor y el dinero que gano y que siempre les parece demasiado poco. No soy para mis hijos un padre, sino el cabrón que gana demasiado poco dinero para los amigos que tienen, para la vida que viven, para la vida que desean. La vergüenza que siempre ocultan, como si ellos fueran superiores y yo no fuera sino un mal necesario.
Trabajo de sol a sol, y aunque la empresa sea mía trabajo en ella mucho más que cualquier obrero. Trabajo, sólo me preocupo de eso, de trabajar, de ganar dinero para que ellos no me digan nada. No veo otra cosa en la vida. Acumular beneficios sin que yo me guarde nada para mí. Todo es para ellos. Desde que me casé, desde que tuve a mis hijos –tan pequeños, en mis manos, y luego cuando han crecido me han tenido en las suyas.- Todo para ellos.
No debería hablar de esto. Pero ya soy mayor, y en una vida sin vicios uno siempre encuentra una válvula de escape. Sólo tuve una satisfacción. Tenía 19 años. Pequeña, delgada y con ojos oscuros y vivos. Una niña que conocí a través de un teléfono de contacto, llamas, haces la cita, pagas, te hacen el servicio y punto. Con las medidas higiénicas adecuadas. Debería ser lo mejor, por todo lo que me costaba. Es amor pagado. Pero es amor.
Fue mi único gusto. Tener ese cuerpo de niña entre mis manos, sentirme bien amando a alguien sin sentirme despreciado. Todas las semanas la veía, un día, la tarde entera para mí. No valía con otra. No voy a decir que no fuera alguna vez con otra chica. O que ella misma me presentara a alguna de sus amigas, para pasar un buen rato los tres. Pero se siente uno tan a gusto siempre con la misma, y uno se hace la ilusión de que es algo más que una cita pagada a tanto la hora. Que es amor pagado, pero es amor. Es algo más cuando puedes dejar que te llamen por tu nombre de verdad, cuando conoces de memoria la piel que acaricias y descubres cada día cosas que antes no estaban, y se lo dices y ella a veces se ríe y otras se preocupa y arruga la boca con ese gesto que me volvía loco.
Me volvió loco. Pero no tanto como para no cuidar las formas. Nadie tenía que enterarse, cuidaba los detalles para que mi mujer no supiera de esos pequeños momentos en que yo le quitaría la ropa a una niña de 19 años, y jugaría con sus tetas y acariciaría su culo y pasaría la mano por su coñito rubio, haciéndome la ilusión de que todo su cuerpo eran sólo para mí. Y lo era, por esas tres horas, todos los martes por la tarde. La dulzura de su coño sólo para mí, durante esas tres horas. Y cuando iba a mi casa sonreía y podía encerrarme con algo en mi soledad, con el recuerdo de esa piel contra la mía. Parecía que ya daba igual lo que me dijera mi mujer, la manera en que me despreciaran mis hijos.
¿Hasta cuándo iba a durar esto? Llevaba casi un año, y pensaba celebrarlo con un pequeño viaje de negocios, en que mi niña iría de secretaria particular. Ella y yo solos, en la habitación de un hotel, en cualquier lugar del mundo, costara lo que costara. Ella y yo solos, en la habitación, mi cabeza entre sus piernas. Ese es el lugar donde está mi paraíso.
Sonó mi móvil y lo cogí, aunque no conocía el número desde el que me llamaban. Una voz de mujer preguntó por mí. Me dijo si yo la conocía. Yo naturalmente le dije que no. Ella me contestó casi cortándome. Era la madre de la muchacha, y si no la creía, podíamos quedar, me daría pruebas. Pero ahora debía hablar conmigo, de forma urgente. No era bueno que yo la rechazara.
Seguro que quería sacarme dinero. Y fui calculando hasta qué punto debería mostrarme inflexible, y hasta qué punto debía de ceder sin más condiciones para que después de esto no llegara a plantearse nunca más la posibilidad de un nuevo chantaje.
Quedamos en un café, no muy lejos del estudio donde atendía la muchacha, mi amor pagado. Su hija, vete a saber si lo era o no. Era una mujer demasiado atractiva, un tanto rellenita, pero guapa, al fin y al cabo. Muy joven para ser una madre, pensé. Pero quizá estaba equivocado. La miré mejor y encontré esos aires que sólo pasan de padres a hijos. Me presenté y sentí la sangre como una oleada de cansancio invadiendo mi rostro, avergonzándome por estar follándome a la hija de esa mujer. El dinero lo pagaría todo, intenté consolarme con ese pensamiento. Acariciaba la cartera, calculando la cifra y el momento. Ella abrió una pequeña libreta, encuadernada en piel, de color verde. La abrió por donde estaba mi nombre, para que no cupiera ninguna duda. Habló y lo que menos me podía esperar fue lo que me dijo.
MI HIJA TIENE SIDA Y LA HE OBLIGADO A QUE ME DIERA SU AGENDA. ESTOY LLAMANDO A TODOS LOS NOMBRES, PARA AVISARLES, PORQUE PUEDEN ESTAR AFECTADOS.
No era sólo por mí. Había más nombres. Su coño rubio me había metido dentro de la sangre la enfermedad. Pero no era sólo a mí.
Salí del café como si me hubieran atravesado la cabeza con un hierro.
Desde entonces, la pesadilla empezó. Apenas podía dormir durante el tiempo en que duraron las pruebas. La Elisa me dio positivo. Me explicaron lo peor, que quizá tendría la enfermedad o tal vez no, que la Elisa te da una posibilidad, una esperanza a la que agarrarte, y eso es lo peor. Hacía falta una segunda prueba. Ésa sería definitiva, y aunque en la primera te hubiera salido positivo muchas veces la segunda te decía que no la tenías. Fueron dos meses de espera. Dos meses en que no sabía lo que iba a ser de mí. Dos meses trabajando y regresando a casa para ver el desprecio de mi familia, el desprecio de todos los días por no ser como ellos, y pensaba que ellos no sabían, que a lo mejor nunca sabrían lo que estaba viviendo. Nunca sabrían de ese coño rubio y dulce, de esa niña de 19 años, de esa mala bestia que soy y que sin embargo había sido feliz, por un momento, mientras metía mi cabeza entre las piernas de una niña más joven que mi hija, que lo más seguro que gemía fingiendo un placer que yo no le daba. Qué más da, era mi paraíso. Y no dormía pensando en esto que me callaba y que no me dejaba dormir por las noches.
Dos meses después recibí la contestación definitiva y vi lo que tenía dentro. Entonces me di cuenta de que tenía que enfrentarme a ello. Más duro que pensar qua iba a morir era pensar qué le digo a mi mujer, qué le digo a mis hijos, qué le digo a mi hija, si siempre fui un extraño para ellos en qué me iba a convertir ahora.

sábado, 26 de noviembre de 2011

EL REY DE LOS RATONES. Relato


                     por Raúl Hernández Garrido


Cuando se presentó el desgraciado con su lamentable aspecto, la Princesa se cubrió el rostro con las manos, exclamando: "Fuera, fuera, asqueroso Cascanueces."
E. T. A. Hoffman
            A la luz roja Cascanueces reveló las últimas fotografías. Bien valían el precio que pensaba pedir por ellas, por alto que pareciera. Dentro de la cubeta, sobre el papel húmedo primero surgió la figura de la chica. Luego, enroscándose al cuerpo de ella, apareció la del sujeto. Cascanueces aún utilizaba carretes, revelado y papel. Lo hacía porque así las pruebas contra el sujeto eran irrefutables. Nadie acusaría a Cascanueces de intentar pasar una falsificación hecha con un programa informático. Lo que Cascanueces ofrecía con sus fotografías eran pruebas de la pura realidad.
            La imagen dudó, se resistió. Cascanueces contuvo la respiración y echó un vistazo rápido a la bombilla roja, sin dejar de mirar la cubeta. Por un momento, temió que el rostro del sujeto no se fijara, que todo el trabajo hubiera sido en vano. Sus temores se desvanecieron a medida que la imagen iba definiéndose y se reconocía en ella todo lo que se debía reconocer. La impresión era perfecta y nadie dudaría de la identidad del sujeto, ni mucho menos, de lo que estaba haciendo con la muchacha.
            En su pantalón se abultaba el fajo de billetes. El cliente había quedado muy satisfecho con las fotografías; las había examinado con cuidado; sin preguntar nada más, había pagado una por una, y había desaparecido. Pero aún quedaban cosas por hacer. Cascanueces tenía que ver a la chica para darle su parte. Además de pagarle lo estipulado, tenía por costumbre ajustar al alza sus honorarios según lo que le sacara al cliente. Él creía que así se implicaría más con su trabajo.
            En lo que llevaba con este tipo de encargos había tenido varias colaboradoras. Chicas con buen tipo, atractivas y guapas, aunque él prefería que no fueran excesivamente llamativas. Chicas que no tuvieran escrúpulos pero que a la vez fueran discretas, y que supieran valorar cuánto valía su pudor. Chicas, eso lo tenía claro, que no vinieran de la prostitución. Ese tipo de mujeres no eran buenas para su trabajo. En los primeros encargos, cometió el error de contar con una profesional. Tras un par de reportajes, la putilla se intentó pasar de lista. Cascanueces tuvo que actuar con firmeza con ella. No volvió a repetir con prostitutas.
            Buscaba sus ganchos entre aspirantes a actrices, o entre modelos o azafatas. Una vez, incluso colaboró con una cajera de un supermercado, que resultó ser una sorpresa. Trabajaba extraordinariamente bien, no levantaba ningún recelo entre los sujetos y lograba de ellos pruebas aplastantes. Desgraciadamente, su novio se enteró y ella le dejó colgado a medias con un caso.
            La chica de ahora no era la primera mujer que hacía eso para Cascanueces, y tampoco era ésta la primera vez que ella hacía el trabajo. Así pues, ni esta situación ni la chica en cuestión eran ninguna novedad para él. Sin embargo, últimamente, Cascanueces no podía apartar su imagen de la cabeza.
            Aprovecharía que tenía que quedar con ella para invitarle a cenar. Jamás habían cruzado más de dos palabras seguidas, fuera de las necesarias para concertar cada operación. Lo cierto es que nunca había sido muy efusivo con ninguna de las muchachas con las que había trabajado. No lo era con ninguna mujer, aunque con ella, era especialmente reservado. Cascanueces llevaba desde hacía tiempo pensando en invitarla a cenar. Ahora se había decidido a hacerlo.
            Mientras esperaba que llegara, se imaginó su cuerpo, pequeño y delgado. Su pelo, moreno y corto, encrespado tanto en la cabeza como en su pubis. Sus pechos, pequeños y firmes, de pezones oscuros. Pero lo que más llamaba la atención, hasta el punto de llegar a obsesionarle, eran sus ojos; ojos tristes, sin color, que atravesaban los cuerpos como si al mirar sólo encontraran aire. Dentro de su mente, las fotografías que había hecho empezaron a animarse. Vio de nuevo a la muchacha moverse mientras ejecutaba su trabajo y cumplía con eficacia su papel, controlando cada uno de sus músculos, cada centímetro de su piel, todos sus gestos y movimientos con una meticulosa y exasperante frialdad. Tal vez lo que le sobrecogía de la chica fuera ese algo indefinido que parecía emanar de ella y que acababa envolviendo a los sujetos de la investigación –a las víctimas-. Lo podía sentir no sólo cuando allí, en su escondrijo, disparaba las fotografías, sino también luego, en el laboratorio, al revelar las fotos; e incluso más tarde, cuando examinaba la secuencia fotográfica. Podía casi tocar en el papel el halo invisible que salía de la muchacha e impregnaba al sujeto. Cascanueces, tanto cuando estaba en su encierro y veía la escena a través del objetivo, como luego, cuando examinaba las fotos, sentía que ese halo le excluía a él.
            En su cuchitril, delante de la cámara apoyada en el trípode, Cascanueces sudaba en silencio y no paraba de disparar foto tras foto. Y al final, una vez consumado eso, una vez alcanzado el objetivo por el gancho, y realizado el propósito del investigador, el halo acababa retornando a ella, hacia ella, hacia dentro de ella. Cascanueces sentía entonces un puñetazo contra su estómago. Su boca se secaba, el corazón latía más lentamente. Pensaba en la chica y había algo que le volvía loco. No era amor, tampoco deseo. Le revolvía por dentro mientras la fotografiaba y luego seguía dándole vueltas por la cabeza.
            No la vio llegar, no vio que se había sentado frente a él. La chica estaba en su misma mesa, esperando, sin decir una palabra. El hombre y la mujer estaban solos en el amplio salón del café. A esa hora, el sitio estaba vacío. Cascanueces volvió a la realidad. Se apresuró a sacarse la cartera, casi tirando el café que se enfriaba en la taza. La chica la apartó, antes de que la tragedia fuera irreversible. Cascanueces se sintió pillado en falta. Sin duda era culpable, aunque no sabía de qué. Estaba avergonzado. Extrajo el dinero de la cartera y le pasó su parte. Enmascarada tras sus gafas negras, ella cogió el dinero y lo metió bajo la mesa, sobre sus rodillas, sin guardarlo. Hubo un momento de silencio. La muchacha contó el dinero, y comprobó que la cantidad superaba lo estipulada. Pero no dijo nada, ni un gracias, ni pedir una explicación. Cascanueces dudó. En un susurro, la llamó. Luego, bajó la mirada y le hizo su proposición. Tenía mesa reservada en un restaurante del centro para esa noche. Ella no le miró. Sin levantarse de la mesa, se giró y le dio la espalda. Miró hacia el gran ventanal del café, como si esperara la llegada de alguien. Se volvió hacia Cascanueces. Antes de decir nada, contuvo la respiración y dio un resoplido suave, que hizo que su flequillo se moviera. Le rechazó con pocas y cortantes palabras, que no daban más pie a discusión. Como había llegado se fue, esfumándose entre la gente. Cascanueces sentía un amargor punzante en la boca. Pidió otro café. Se lo sirvieron. Ni siquiera lo probó. Miró la silla frente a él, vacía. Pagó lo justo, sin dejar propina, y se fue.
            En esa época, el trabajo no abundaba. No tenía más casos en cartera. La intranquilidad no dejó al hombre dormir. Su cuerpo pesado le ahogaba, cubriéndole de sudor e insomnio. Se levantaba de la cama y recorría desnudo, con paso torpe, el apartamento; demorándose en la puerta del viejo laboratorio fotográfico. Un resto del pasado, como él, arrinconado por el paso del tiempo. Llegaba al final del pasillo, y volvía a empezar. Y así una noche, y otra, y a la siguiente.
            Pasado un par de semanas, se le presentó un nuevo caso. Respiró aliviado. Como era habitual, le dejó a ella un escueto mensaje en el apartado de correos de siempre. Era todo lo necesario para que la chica apareciera.
            No quiso mirar el teléfono. Estaba seguro de que el timbrazo sonaría de un momento a otro. No quiso mirar el teléfono. Lo sentía como un bichejo, acechando a su espalda, preparado para atacarle. Llenó otra vez el vaso de whisky, para dejar pasar el tiempo. El líquido sonaba con un clap clap en su garganta reseca. Un buen chorro llegando a su estómago como una brasa. El aparato seguía allí detrás, en silencio. No quiso mirar el reloj. Si ella fallaba, siempre podría acudir a alguna de las últimas chicas. Aunque lo hubieran dejado, no sería difícil conseguir que hicieran una excepción; nunca viene mal un pellizco de dinero. Pensaba en cuál sería la más adecuada. Fue descartando una por una a todas las chicas. Al final, no veía más posibilidad que ella. Si fallaba, debería buscar un nuevo gancho, pero le sería imposible que una muchacha nueva realizara el trabajo de forma adecuada. El tic tac del reloj. Una bronca de los vecinos. El chirrido de unos frenos. Un helicóptero sobrevolando la zona. Un silencio lleno de ruidos.
            Tembló. El licor chorrea por los pantalones, le deja perdidos los zapatos. El vaso se hace añicos, se quiebra, explota contra el suelo. Intenta atrapar el vaso cayendo, pero sólo coge aire, se escapa entre sus dedos. El teléfono suena. El teléfono sonó. Cuatro, cinco timbrazos, él no lo cogió, el aparato volvió a quedarse mudo. Esta vez no oía nada, ni el reloj, ni a los vecinos, ni el tráfico. Acarició el auricular. El vello de su mano se erizó. La retiró avergonzado. Era una auténtica garra. Una mano de gorila. El teléfono volvió a sonar. No dejó transcurrir ni un timbrazo esta vez.
            La maquinaria se desplegó de nuevo, precisa, infalible. Una trama de seducción fatal para el chantajeado, demoledora para el chantajista. Dentro de su escondrijo Cascanueces esperaba. En la habitación el espejo frente a la cama ocultaba el cuartucho falso, y allí el objetivo de la cámara aguardaba. El ahogo del encierro convirtió en angustiosa la espera. Las paredes se echaban encima de Cascanueces, los minutos se hacían más lentos, se detenían, retrocedían y golpeaban contra su cara sudorosa. El cuerpo y su respiración agitada hacían aún más espeso el poco aire del cubil. Necesitaba salir de ahí.
            La puerta de la habitación se abrió. A través del espejo vio entrar a la pareja. Ahí estaba ella. El gancho, midiendo con pasos justos ese espacio tan conocido. Tirando de la mano del sujeto, que entró a trompicones, y corrió a ocultarse en la oscuridad. El hombre cerró la puerta y examinó cada rincón del cuarto. Tal vez la facilidad de la conquista le hacía sospechar. El sujeto repasó la superficie de las paredes, arañándolas. Se detuvo en medio de la habitación y miró a su alrededor. Esperó un momento, y luego se dirigió directo hacia el espejo. Cascanueces retrocedió. La mano del hombre apuntaba en su dirección, casi atravesando el cristal. La chica reaccionó, sin perder un segundo más. Se le echó encima hasta que el hombre hundió la cabeza en su cuerpo, y ahí se perdió. Él la aplastó con su corpulencia y se agitó entre espasmos, mientras ella se agitaba entre sus brazos. El juego de los cuerpos puso frenético al encerrado. Lo que surgía ella y envolvía al hombre era hoy muy intenso. Cascanueces desde el otro lado del espejo podía incluso sentir su olor y su tacto. La máquina fotográfica no cesaba de disparar.
            Bañado por la luz roja, Cascanueces dejó resbalar el carrete entre sus dedos. Las cubetas con los líquidos estaban preparadas. Su superficie reflejaba de forma irreal la luz de la bombilla. El rollo de película se le escapaba, incontrolable, haciéndole más difícil su trabajo. Lo desplegó de nuevo, con mucho cuidado. Pero no pudo evitar que sobre la emulsión cayera una gota de sudor. Se pasó el dorso de la mano por la frente. Garra de gorila. La gota se deslizó por la concavidad del rollo formando un surco reblandecido. Se apoyó en la mesa y su mano buscó a tientas el interruptor de la luz. No podía soportar más ese ahogo, sin aire, sin luz. Encerrados en el negativo, aquel hombre y la mujer se repetían en un tiempo muerto. Dos relámpagos rompieron la oscuridad. Ahora, bajo la claridad intensa del fluorescente, respiró profundamente. En el suelo el carrete se enroscaba, inútil. Sin mirarlo lo recogió y lo ocultó en cualquier parte.
            No hubo fotografías que entregar y cobrar, pero sí quedó con ella de nuevo. Le pagaría como si nada diferente de lo habitual hubiera ocurrido, con dinero de su propio bolsillo. Cuando llegó a la cita la chica ya estaba allí. La vio a contraluz, sentada frente al ventanal. Pasaba las hojas de una revista. Cascanueces torpemente se sentó a su lado. Ella no le saludó. El hombre dejó el sobre en la mesa y lo empujó bajo la revista de ella. La chica siguió ojeándola, y sin que ni él lo advirtiera, guardó el sobre en su bolso. Cerró la revista y se levantó. Entonces Cascanueces la tocó. Le agarró el brazo, deteniéndola. Y se oyó proponiéndole un nuevo trabajo.
            Esta vez no habría datos previos. La mentira debía ser tan calculada como fulgurante, completamente limpia. Fijó como punto de encuentro un sitio habitual de copas y luego confió en que las cosas fueran surgiendo sobre la marcha. Llegó allí una hora antes de lo marcado, y comenzó a beber al no soportar la incertidumbre de cómo salir del embrollo en que se había metido. Simplemente, tenía que hablar con la chica, no debería ser tan difícil. Simplemente, tenía que mostrarse agradable. Pensó en qué le iba a decir y ensayó mentalmente hasta el último movimiento de lo que haría cuando la viera. A través del alcohol se sucedían rostros y cuerpos de hombres. Hombres solos, hombres a los que ella podía abordar. Tenía que hablar con la chica. Tenía que hablarle. Simplemente. Algunos de los hombres los descartó por ser demasiado jóvenes, otros porque eran demasiado viejos. La envidia le hacía eliminar a algunos, a otros la repulsión. No encontró su propio rostro en el de los otros. Cuando llegó ella, aún no sabía cómo iba a acabar aquello. Le hizo una seña desde la entrada, y él acudió a su encuentro. Ella esperaba oculta tras la cortina del vestíbulo. Era el momento. Le confesaría que no había ningún trabajo, le confesaría que quería verla de nuevo, se lo diría todo. Tenía que romper el espejo para siempre. Aunque la perdiera. Plantada ante él, la chica le clavó la mirada. Cascanueces retiró sus ojos, irritados por el humo. La chica no hablaba, no se dirigía a él, pero le estaba pidiendo un hombre. Un hombre para realizar su trabajo. Se quedaría frente a ella, le plantaría cara. Hablaría con ella, no tenía que ser tan difícil. Le miraría a los ojos y con ello no haría falta ni hablar, ella comprendería. Pero no pudo soportar el gesto tan frío de la chica, su boca apretando los labios, las manos en las caderas, las piernas ligeramente adelantadas. Cascanueces señaló hacia el interior del bar, al azar. Un hombre. La muchacha se dirigió al desconocido y le sonrió. Su falda se entreabrió ante la sorpresa complacida del afortunado. El juego comenzaba. Cascanueces hundió las manos en los bolsillos.
            Las luces de neón atravesaron su cerebro. La fuerza de la costumbre le guió a la habitación de siempre. Los pasos recorrieron el suelo de moqueta gastada. La mano dirigió la llave a la cerradura. Al abrir la puerta, pese a la oscuridad, el espejo le devolvía su rostro. Se dejó caer sobre la cama. Una telaraña rota ensuciaba una de las esquinas del techo. Desde ahí, siguió un rastro de manchas de humedad que crecía hasta desembocar en un círculo amarillento sobre el lecho. No había llevado las sábanas a la lavandería. Cerró los ojos, apretándolos hasta que le dolieron los párpados. Se quedaría así para que la luz del amanecer le diera en la cara.
            El espejo esperaba.
            Entre sueños escuchó el arañazo de metal contra metal. El ruido cesó, roto por unas risas al otro lado de la puerta. La cerradura volvió a rechinar y Cascanueces apenas tuvo tiempo de alisar la colcha. Cerró la puerta falsa y justo en ese momento ellos entraron. Dentro de la madriguera, su mayor preocupación fue sofocar el jadeo de cansancio que le ahogaba. Entre sus piernas tenía la cámara. Pronto supo qué debía hacer.
            El iris se dilató y la luz llegó al fondo de la retina.
            Iluminado por la luz roja el carrete le abrasaba. Se lo pasaba de una mano a otra, le quemaba. Positivó los contactos de las tomas en que ella se ofrecía a la cámara, con su goce fingido tras una mirada hueca. Tiró copia tras copia de aquellas imágenes que eran sólo para él. Amplió y reencuadró. No dejó escapar un detalle, sin importarle los límites de la definición, la permanencia del grano sobre la línea.
            La anatomía de la mujer se fragmentó en imágenes ampliadas que inundaron la casa. Pobló las paredes con su piel. Cubrió el techo con sus ojos detenidos. Sus dedos, su boca, su pelo. Cascanueces se dedicó con frenesí a la tarea. Depositó en el papel su deseo. Eludía los relojes, hasta que agotados fueron parándose, cada uno en una hora diferente. Las persianas siempre bajadas, perdió el sentido del día y la noche, y ya sólo distinguía entre el adentro y el afuera. Por eso, temía los espejos, donde sospechaba que esa última diferencia se borraba. En su pesadilla, las puertas eran espejos insaciables.
            Dejaba transcurrir los días como si fueran horas. Hasta que no podía más y, bien entrada la noche, huía por la ciudad fantasma, ignorando los semáforos, dirigiendo su coche contra las calles. Intentaba tranquilizarse contemplando los escaparates iluminados, donde los maniquíes afectaban poses humanas largo tiempo perdidas. Pero siempre volvía a su casa. Entonces corría a refugiarse en el baño, que conservaba sus paredes desnudas, o a oscuras buscaba el dormitorio y hundía la cabeza en la almohada.
            Sobre su despacho se acumulaba el polvo, mientras que un acre olor a acetona inundaba su casa. Una película de inexactitud cubría las paredes: el cuerpo del hombre comenzaba a difuminarse entre las fotografías, solapándose tras los límites cada vez más imprecisos del papel. Las imágenes se movían, se desataban, amenazaban con inundar los resquicios de su mente. Comenzó a verlas en los sitios más insospechados, allí donde sólo tendría que encontrar el sosiego de la nada. Deslizándose por el suelo, bajo las puertas. Formando un poso en el agua que bebía, inscribiéndose en las líneas de su mano. Escondiéndose tras el rostro de los maniquíes.
            Nunca más volvería a ver a la chica. No quería perder eso de ella que por fin había conseguido convertir en suyo. Su gloria y su infierno. Pero ahora eso se le escapaba volviéndose en su contra. Encargó marcos de hierro negro para contener aquellas imágenes que más le asaltaban. Así creyó que podría dominarlas.
            Debía salir de allí. Tras los cristales, el marco rectangular revelaba el azul del cielo. Un encuadre limpio de imagen. Un encuadre que él debía de llenar. Se giró hacia la ventana.