domingo, 27 de noviembre de 2011

GRITA, TENGO SIDA

Estos textos fueron encargados y puestos en escena por Adolfo Simón en su espectáculo GRITA, TENGO SIDA, junto a una miriada de textos más de muchos compañeros, para una acción teatral que copó calles  y lugares de Madrid un 1 de diciembre de 2005.

Voces en positivo
por Raúl Hernández Garrido

1.-Detrás de tus ojos
Espere. Hágame el favor, es sólo un momento. Ya sé que resulta extraño ser parado por la calle por alguien desconocido. Se lo suplico, no se vaya. No me mire, no lo haga. No tiene nada que temer. Se lo ruego, por favor.
* * *
Eres tú.
Sí.
Te he encontrado de nuevo. Por favor, no te des la vuelta, no me mires. No hagas que esto sea más difícil.
* * *
Te conozco, y tú me conoces muy bien a mí. No me equivoco.
Tras todo este tiempo, sin saber nada uno de otro. Tú y yo que llegamos a compartir toda una vida. Y ahora nos hemos convertido en dos extraños. Hubo un tiempo en que te hubiera pedido un beso.
Hoy no sabría qué hacer con un beso tuyo.
* * *
Tengo sida.
Ahora lo sabes, pero eso no tiene que cambiar nada. Vete, olvida siquiera que nos hemos encontrado, y olvida lo que te he dicho. Si te quedas, piensa en lo que un día fuimos, no en lo que soy ahora. No soporto que me tengan compasión, y menos que seas tú el que me compadezca.
* * *
No te vuelvas, por favor. No me mires. Recuérdame como yo era entonces, la última vez. Nuestros rostros se rozaban y sentía tu aliento, respirando de forma agitada. Me dio la impresión de que tenías prisa por irte. Tú no podías saber que ésa iba a ser la última vez, yo ya tenía tomada mi decisión. Tal vez fuera yo y no tú quien quería que todo acabara lo antes posible.
* * *
Quiero que imagines mi rostro como era yo entonces, como en aquel día gris, aquel día indiferente, ni especialmente triste ni particularmente alegre.
Un día normal.
Como lo fueron todos los días que se sucedieron desde entonces, días normales, días indiferentes, ni especialmente tristes ni particularmente alegres. No puedo consolarme pensando que desde aquél día sólo hubo días sombríos.
* * *
Seguí viviendo, según esa vida nueva en la que la enfermedad estaría muy dentro, adormecida, despertándose de vez en cuando y recordándome que estaba ahí, esperándome, y que yo no debía de dejar de esperarla. Uno cree que siempre puede elegir, aunque sea entre vivir o dejarse morir. Qué absurdo. El azar, o la vida, llámalo como quieras, ya se encarga de elegir por nosotros. Las cosas siguieron su curso, la vida continuó, sin ti, con otra gente, con otros compañeros de trabajo y otros amigos, pero también con esa otra cosa nueva, muy dentro de mí.
* * *
Así de sencillo, dejar que la inercia de las cosas siguiera su curso. Ni siquiera tenía derecho a preguntarme hasta cuánto iba a vivir. Intentaba no pensar, repartiendo el tiempo entre mi nuevo trabajo y el tratamiento médico. Todo ello tan lejos de lo que conocías de mí. Intenté y casi logré que no notaran en mi horario de 9 a 18 las visitas semanales, la medicación cada 8 horas, los dolores, la terapia, el miedo.
* * *
Logré vivir como cualquier otra persona hasta que la debilidad comenzó a adueñarse de mi cuerpo. Antes de que mis compañeros de trabajo llegaran a extrañarse de mi delgadez, a preguntarme sobre los desvanecimientos cada vez más frecuentes, me acogí a la invalidez. Jubilarse a esa edad, cuando aún se supone que tenía toda la vida por delante.
Y realmente ahora la tengo, toda una vida por delante. Una especie de vida, fría y sin expectativas. La ciencia es así, avanza mucho más de lo que pueda soportar el hombre. Antes me dirigía hacia la muerte, de forma inevitable. Un medicamento en prueba hizo que la carrera se detuviera. Nadie sabe cuándo la muerte volverá a ponerse en marcha. Estamos aprendiéndolo. El médico, examinando mi cuerpo. Yo, esperando.
* * *
Tengo tantas cosas que decirte. Pero es imposible hacerlo mirándote a la cara. El tiempo nos ha convertido en dos desconocidos. Creo que ya he dicho esto antes, perdóname. No debo ser sino una mancha borrosa para ti.
¿Qué sentido tiene contarte todo esto ahora? No lo sé. Ninguno. Pero tenía que volver a hablar contigo. Por eso te he buscado durante todo este tiempo, por eso estoy aquí, detrás tuyo, preguntándome si te puedo seguir hablando o no.
No bastaba con verte y que tú no lo supieras. Tenía que hablar contigo, cara a cara. Tenías que saber tantas cosas. Que no he dejado de quererte. Que tras abandonarte, tras saber que ya nunca más podría volver contigo, lo más importante de todo era comprobar que seguías bien.
* * *
Un pequeño crimen para esconder la realidad, para que no sospecharas de esa otra traición, más horrible todavía, que ya llevaba de por sí su propio castigo. No puedo sentirme culpable por haber contraído la enfermedad, sino porque ya nunca más podré estar contigo.
* * *
Fue difícil dejarte, fue muy doloroso. Pero no podía permitir que te contagiaras por mi culpa. Fingí una molestia y simulé un enfado, cortando todo contacto contigo. Mientras tanto, preparaba la huida, una huida perfecta: no debías salir tras de mi, buscándome. Tenías que odiarme. Así que fui sembrando nuestra vida de indicios suficientes para que una vez que yo desapareciera creciera en ti primero la sospecha y luego la seguridad de que lo que yo te había hecho era algo imperdonable. Algo en lo que la compasión era imposible. Cuando te dejara, no se te ocurriría volver a verme.
No merece la pena recordarte los detalles, los conoces demasiado bien. Ahora te pido que lo veas todo de otra forma, que examines y destapes las torpezas de la mentira. No quiero tu perdón, sino que comprendas por qué te hice tanto daño.
* * *
Durante estos años me he estado preguntando si alguna vez podría ser capaz de acercarme a ti y contártelo todo. Durante mucho tiempo eso ha sido imposible. Antes necesitaba comprobar, sin que tú lo supieras, que la enfermedad no te había marcado.
Ya ha pasado el tiempo suficiente como para que comprendas que la enfermedad, que el sida, fue mi traición, y que nunca he dejado de quererte.
Pero, ¿qué importa ya todo? Recuérdame como yo era entonces, en ese último encuentro contigo, cuando tú no podías saber que no me volverías a ver, y yo ya había tomado mi decisión. La última vez que me viste.
Cuando te vuelvas, no me verás. Verás gente, personas que viven el día a día, personas ajetreadas, personas tristes, personas felices. Hombres y mujeres, jóvenes y viejos. No me busques. Alguna de esas cabezas, alguna de esas manos, de esas piernas, son parte de mí. No quiero que me busques. Sino que pienses que cualquiera podría ser yo.

2.- Mi Hijo
Mi hijo.
Un niño delgado de ojos negros. Un hombrecito de siete años con su melenita morena, su pendiente de brillante en la oreja izquierda y su sonrisa de golfillo, pero un tanto triste. No soy mala madre. Nunca me he separado de mi niño. Hace un momento estaba aquí conmigo, con su manita en la mía. Pero en este sitio tan grande y con tanta gente, un tirón y desapareció. ¡No está! Con tanto desalmado, yendo de un sitio a otro sin no mirar por nadie, que si te pisan vivo ni dicen nada y te aplastan. Ellos que se van a preocupar por un niño como el mío. Ayúdeme, por Dios. Estará solo. Un niño solo, entre toda esta gente. Tan pequeño. Estará llorando. No, no llorará, es un niño valiente, muy valiente. Como su padre. No llores mamá, me dice, yo no lloro.
Seguro que está por aquí, que no está lejos. Tengo que encontrarlo. Antes de que le pase nada. Antes de que nadie le haga daño. Hay mala gente suelta por las calles. Por eso le agarro fuerte de la mano y nunca le suelto cuando tengo que bajar con él a la ciudad. Y si puedo, le dejo en casa, lo prefiero. Ya sabía yo que no era bueno traerle, pero él me lo pidió, una y otra vez. Quería ver las luces de la navidad. Yo lo iba a dejar con su abuela. Pero él me lo pidió, ver las luces de la navidad. Y ahora, pobrecito mío, dónde estarás.
Hay prisa. Tengo que encontrarlo antes de que se dé cuenta. No llores, tontorrón, mamá te estaba viendo, no te había perdido. No he llorado, mamá, no he llorado.
Me quiere, claro que sí. Porque soy una buena madre. No soy peor que ésas que van de señoras con sus hijos, todos tiesos, todos repeinados y replanchados, que no parecen niños, que parecen maniquís de tienda y ellas ni les miran ni les hacen caso ni les importa nada. ¿Se preocupan por sus hijos tanto como yo por mi Pablito? Cuando le encontremos, ya lo verá usted y me lo dirá por usted mismo. Se me ha escapado por accidente, nunca me había ocurrido algo así. Ha sido un accidente.
Sí que estoy un poco débil, pero me valgo y me sobro por mí misma para cuidarlo. Aunque me cueste bien que me sacrifico para ganar mi dinero para vestirle y que vaya tan guapo. Ya lo verá, bien comido, bien limpito, bien vestido.
Mírenlos a todos. Me miran. ¿No me creen? Porque me vean así, porque mi ropa esté vieja y mis zapatos desgastados, porque yo no vaya a que me peinen a la peluquería, ¿por eso no creen lo buena madre que soy? Mírenlos. Riéndose. Cerdos. Me han quitado a mi Pablito. Me lo han quitado. No deje que le hagan daño. Niño, te vamos a encontrar, no llores. Niño.
Seguro que…
…no voy a dejar que le hagan daño.
Si estoy enferma…
…estoy enferma.
GRITO.
Grito.
Porque nadie tiene por qué mirarme así.
Si estoy enferma nadie tiene por qué mirarme así.
Usted no es como los demás, usted sí que me entiende. Usted es bueno. Vamos a buscar a mi niño. A Pablito. Le llamé así por su padre. Su padre murió, pero le hubiera gustado que se llamara como él. Pablo.
No tiene que mirarme con esos ojos. Estoy enferma, pero no es nada. Un catarro y nada más. Aquí tengo los análisis.
Un catarro.
Un catarro. ¿Y qué? Muchas veces he tenido un catarro. Por un catarro no hay que buscarle más vueltas. Nunca he hecho caso a las enfermedades. Un catarro me puede durar todo un invierno, ¿y qué? Una tosecilla. Nada serio. Si le molesta a alguien, que se joda. Yo me aguanto, hay cosas mucho peores. Un poco de tos, un poco de fiebre. No voy a contagiar a nadie.
Si me lavo, si me lavo bien, ¿por qué iba a tener ningún miedo? Es sólo lavarme bien. Frotar, jabón, agua, frotar y punto. Es lo más sano, lo mejor contra la enfermedad.
¿Hemos mirado bien por aquí? Hay que buscar por todas partes. Un niño se mete donde una menos se lo espera.
Mi Pablo se reía y vivíamos felices, acurrucados el uno en el otro. ¿Es pecado eso? ¿Es pecado quererse y acurrucarse en los brazos de un hombre? Eran buenos días. Los médicos me dijeron que no debía seguir con lo que estaba haciendo. Que estaba embarazada. Y eso, ¿qué? ¿Qué significaba para mí entonces? Nada, qué pasa. Me gustan los niños. ¿No se lo cree? De siempre que me han gustado. Y Pablito estaba dentro de mí. Pero entonces yo era una burra y no entendía nada. ¿Cómo iba a darme me cuenta, si lo tenía todo, el cielo y la tierra, y entre uno y otra a mi hombre abrazándome y pasándome la insulina llena de calor y gusto corriendo por mis venas?
El gusto, el calor y no sé cuándo me lo pasó el muy cabrón. Ojalá pudiera decir que sé o no sé cuándo y cómo. Me pasó la insulina y sin mirarle me enganché la goma y busqué la vena. El picotazo y el gusto. Me pasó la enfermedad y luego me dejó sola. En una de ésas, en cualquiera. Mi Pablo murió de la vida, que es muy puta. Era un día de los que cae el sol a maza, no como hoy. Un día de verano. Se subió a casa de su primo y me dijo que me fuera, que ya me vería luego. Me gritó que me fuera, yonqui de mierda que no te enteras de ná, que luego nos veríamos. No me imaginaba nada, no me lo imaginaba mientras esperaba el autobús y veía a los coches pasar y pensaba que ese día no teníamos ni para un cacho de pan, y me hervían las venas por dentro. Pasaban los coches delante de mí y los veía tan cerca que me llevaba el viento que levantaban. Cuando oí los gritos y me acerqué sin sentirlo, como si tuviera que hacerlo, a ver por qué tanta gente, a ver por qué tanto grito, pasé entre los coches sin verlos ya, sin mirar nada, sin ver nada. ¿Se mató porque sabía que tenía la enfermedad? ¿Se mató porque sabía que su mujer estaba preñada de la enfermedad, que su hijo iba a nacer enfermo? Se murió de la vida, y punto. De la puta vida. Había una mujer. Una mujer gorda con la cara roja como un cacho carne.  Una mujer que yo no conocía ni Pablo tampoco, una mujer a la que todo le daría igual pero que lloraba y gritaba, como una loca, delante del charco de sangre. Me quedé mirándola, y luego el montón de sangre y de carne despanzurrada, donde estaba mi hombre, donde estaba el padre del niño que tenía dentro. Un policía me empujó para hacerle caso a la mujer, como si a ésa le afectara mucho que mi Pablo estuviera despanzurrado en el suelo y yo detrás, mirándolo como se mira cualquier cosa mientras dentro de mí mi niño callaba.
Seguí picándome, ya daba igual, ya tenía la enfermedad dentro y me ahogaba de tanta mierda. Qué más da lo que pudiera ocurrirme. No pensaba en mi niño. No podía pensarlo. Estaba burra de todo lo que había visto, estaba burra porque se me había ido todo, pensaba yo entonces. No sabía entonces, no podía saberlo, lo que es un niño. No sabía que un niño no te deja morirte, que un niño te pide que vivas para cuidarlo y para verlo, que no puedes dejar de mirarlo. ¿Cómo iba a saberlo, si la vida me estaba dando palos por todas partes? Soy una buena madre. Yo quiero a mi niño, por encima de todo, por encima de mi cadáver, por encima del cadáver de mi hombre.
Le llevo al colegio, ¿sabe?, y es uno de los más listos de la clase. No se crea que por ser pobre no me preocupo por no llevarlo a su colegio. Y por comprarle todos sus libros y todo lo que le haga falta. Los lápices de colores, los cuadernos, todo. Y su ropa, bien lavada y planchada. Lo cuidado que lo tengo. Come todo lo que quiere, todo lo bueno. Le digo que lo coma, que no deje nada, que no podemos tirarlo, y él come como un bendito y cada día está más grande y más guapo. Todas las tardes le pongo su bocadillo de chocolate y le llevo al parque y algún día incluso al cine, a ver alguna de dibujos, que se muere de risa cuando le llevo y me da un vuelco al corazón verle con sus ojos tan abiertos.
Mi hijo está sano. Sano.
No tiene SIDA. Ya no. Cuando nació, lo tenía, pero eso cambió. Esos hijoputas de médicos. Tan chico y tener eso por criarse en un vientre equivocado, en el mío. Porque yo, su madre, soy una enferma. Porque la vida es muy puta, pero qué culpa tiene él que es un niño chico y ni sabe ná ni tiene por qué saberlo. Tener un niño y pensar que es como si ya estuviera por morir, que en cualquier momento la vida se le va y para qué tanta pena y tanto dolor, traerte a la vida para nada. Lloraba sobre le, le mojaba con mis lágrimas y querían quitármelo porque le ponía nervioso y le hacía llorar más, decían, y que eso era malo para mi niño. Todo mentira. Todo, pero qué iba a saber yo entonces. Dos años pasé así y a los dos años, cuando se le acabó mi sangre de dentro de su cuerpo y pudo hacer su sangre, se le quitó la enfermedad. Cómo iba a estar la sangre de un inocente enferma. Los hijoputas de los médicos debían saberlo. Por eso querían engañarme, me lo querían quitar. Debían haber visto con sus máquinas lo guapo que iba a ser y seguro que sabían que no iba a estar enfermo y seguro que todo era para vendérselo a una de ésas con dinero que no pueden ser mujeres, para que luego ni les miraran ni les hicieran caso ni les importara nada, nada, siquiera.
No tiene el SIDA, ¿cree que por ser pobre tendría que tenerlo? No tiene el SIDA y es un niño precioso, mi niño. Nadie me lo va a quitar. Porque soy una buena madre.
Sólo me queda mi hijo. Mi hijo.


3.- LA FAMILIA
¿Cómo me voy a presentar a mis hijos? ¿Qué le voy a decir a mi mujer? Ninguno de ellos puede comprender nada de lo que me pasa. Me encuentro solo.
Toda mi vida he estado trabajando para ellos. Mi mujer, mi hijo mayor, mi hija. Mis manos se ensucian todos los días con el cemento y el yeso y yo las froto bien antes de entrar a casa, para nada. Me desprecian. Yo no soy para ellos más que un mono de obrero sucio, el sudor y el dinero que gano y que siempre les parece demasiado poco. No soy para mis hijos un padre, sino el cabrón que gana demasiado poco dinero para los amigos que tienen, para la vida que viven, para la vida que desean. La vergüenza que siempre ocultan, como si ellos fueran superiores y yo no fuera sino un mal necesario.
Trabajo de sol a sol, y aunque la empresa sea mía trabajo en ella mucho más que cualquier obrero. Trabajo, sólo me preocupo de eso, de trabajar, de ganar dinero para que ellos no me digan nada. No veo otra cosa en la vida. Acumular beneficios sin que yo me guarde nada para mí. Todo es para ellos. Desde que me casé, desde que tuve a mis hijos –tan pequeños, en mis manos, y luego cuando han crecido me han tenido en las suyas.- Todo para ellos.
No debería hablar de esto. Pero ya soy mayor, y en una vida sin vicios uno siempre encuentra una válvula de escape. Sólo tuve una satisfacción. Tenía 19 años. Pequeña, delgada y con ojos oscuros y vivos. Una niña que conocí a través de un teléfono de contacto, llamas, haces la cita, pagas, te hacen el servicio y punto. Con las medidas higiénicas adecuadas. Debería ser lo mejor, por todo lo que me costaba. Es amor pagado. Pero es amor.
Fue mi único gusto. Tener ese cuerpo de niña entre mis manos, sentirme bien amando a alguien sin sentirme despreciado. Todas las semanas la veía, un día, la tarde entera para mí. No valía con otra. No voy a decir que no fuera alguna vez con otra chica. O que ella misma me presentara a alguna de sus amigas, para pasar un buen rato los tres. Pero se siente uno tan a gusto siempre con la misma, y uno se hace la ilusión de que es algo más que una cita pagada a tanto la hora. Que es amor pagado, pero es amor. Es algo más cuando puedes dejar que te llamen por tu nombre de verdad, cuando conoces de memoria la piel que acaricias y descubres cada día cosas que antes no estaban, y se lo dices y ella a veces se ríe y otras se preocupa y arruga la boca con ese gesto que me volvía loco.
Me volvió loco. Pero no tanto como para no cuidar las formas. Nadie tenía que enterarse, cuidaba los detalles para que mi mujer no supiera de esos pequeños momentos en que yo le quitaría la ropa a una niña de 19 años, y jugaría con sus tetas y acariciaría su culo y pasaría la mano por su coñito rubio, haciéndome la ilusión de que todo su cuerpo eran sólo para mí. Y lo era, por esas tres horas, todos los martes por la tarde. La dulzura de su coño sólo para mí, durante esas tres horas. Y cuando iba a mi casa sonreía y podía encerrarme con algo en mi soledad, con el recuerdo de esa piel contra la mía. Parecía que ya daba igual lo que me dijera mi mujer, la manera en que me despreciaran mis hijos.
¿Hasta cuándo iba a durar esto? Llevaba casi un año, y pensaba celebrarlo con un pequeño viaje de negocios, en que mi niña iría de secretaria particular. Ella y yo solos, en la habitación de un hotel, en cualquier lugar del mundo, costara lo que costara. Ella y yo solos, en la habitación, mi cabeza entre sus piernas. Ese es el lugar donde está mi paraíso.
Sonó mi móvil y lo cogí, aunque no conocía el número desde el que me llamaban. Una voz de mujer preguntó por mí. Me dijo si yo la conocía. Yo naturalmente le dije que no. Ella me contestó casi cortándome. Era la madre de la muchacha, y si no la creía, podíamos quedar, me daría pruebas. Pero ahora debía hablar conmigo, de forma urgente. No era bueno que yo la rechazara.
Seguro que quería sacarme dinero. Y fui calculando hasta qué punto debería mostrarme inflexible, y hasta qué punto debía de ceder sin más condiciones para que después de esto no llegara a plantearse nunca más la posibilidad de un nuevo chantaje.
Quedamos en un café, no muy lejos del estudio donde atendía la muchacha, mi amor pagado. Su hija, vete a saber si lo era o no. Era una mujer demasiado atractiva, un tanto rellenita, pero guapa, al fin y al cabo. Muy joven para ser una madre, pensé. Pero quizá estaba equivocado. La miré mejor y encontré esos aires que sólo pasan de padres a hijos. Me presenté y sentí la sangre como una oleada de cansancio invadiendo mi rostro, avergonzándome por estar follándome a la hija de esa mujer. El dinero lo pagaría todo, intenté consolarme con ese pensamiento. Acariciaba la cartera, calculando la cifra y el momento. Ella abrió una pequeña libreta, encuadernada en piel, de color verde. La abrió por donde estaba mi nombre, para que no cupiera ninguna duda. Habló y lo que menos me podía esperar fue lo que me dijo.
MI HIJA TIENE SIDA Y LA HE OBLIGADO A QUE ME DIERA SU AGENDA. ESTOY LLAMANDO A TODOS LOS NOMBRES, PARA AVISARLES, PORQUE PUEDEN ESTAR AFECTADOS.
No era sólo por mí. Había más nombres. Su coño rubio me había metido dentro de la sangre la enfermedad. Pero no era sólo a mí.
Salí del café como si me hubieran atravesado la cabeza con un hierro.
Desde entonces, la pesadilla empezó. Apenas podía dormir durante el tiempo en que duraron las pruebas. La Elisa me dio positivo. Me explicaron lo peor, que quizá tendría la enfermedad o tal vez no, que la Elisa te da una posibilidad, una esperanza a la que agarrarte, y eso es lo peor. Hacía falta una segunda prueba. Ésa sería definitiva, y aunque en la primera te hubiera salido positivo muchas veces la segunda te decía que no la tenías. Fueron dos meses de espera. Dos meses en que no sabía lo que iba a ser de mí. Dos meses trabajando y regresando a casa para ver el desprecio de mi familia, el desprecio de todos los días por no ser como ellos, y pensaba que ellos no sabían, que a lo mejor nunca sabrían lo que estaba viviendo. Nunca sabrían de ese coño rubio y dulce, de esa niña de 19 años, de esa mala bestia que soy y que sin embargo había sido feliz, por un momento, mientras metía mi cabeza entre las piernas de una niña más joven que mi hija, que lo más seguro que gemía fingiendo un placer que yo no le daba. Qué más da, era mi paraíso. Y no dormía pensando en esto que me callaba y que no me dejaba dormir por las noches.
Dos meses después recibí la contestación definitiva y vi lo que tenía dentro. Entonces me di cuenta de que tenía que enfrentarme a ello. Más duro que pensar qua iba a morir era pensar qué le digo a mi mujer, qué le digo a mis hijos, qué le digo a mi hija, si siempre fui un extraño para ellos en qué me iba a convertir ahora.

sábado, 26 de noviembre de 2011

EL REY DE LOS RATONES. Relato


                     por Raúl Hernández Garrido


Cuando se presentó el desgraciado con su lamentable aspecto, la Princesa se cubrió el rostro con las manos, exclamando: "Fuera, fuera, asqueroso Cascanueces."
E. T. A. Hoffman
            A la luz roja Cascanueces reveló las últimas fotografías. Bien valían el precio que pensaba pedir por ellas, por alto que pareciera. Dentro de la cubeta, sobre el papel húmedo primero surgió la figura de la chica. Luego, enroscándose al cuerpo de ella, apareció la del sujeto. Cascanueces aún utilizaba carretes, revelado y papel. Lo hacía porque así las pruebas contra el sujeto eran irrefutables. Nadie acusaría a Cascanueces de intentar pasar una falsificación hecha con un programa informático. Lo que Cascanueces ofrecía con sus fotografías eran pruebas de la pura realidad.
            La imagen dudó, se resistió. Cascanueces contuvo la respiración y echó un vistazo rápido a la bombilla roja, sin dejar de mirar la cubeta. Por un momento, temió que el rostro del sujeto no se fijara, que todo el trabajo hubiera sido en vano. Sus temores se desvanecieron a medida que la imagen iba definiéndose y se reconocía en ella todo lo que se debía reconocer. La impresión era perfecta y nadie dudaría de la identidad del sujeto, ni mucho menos, de lo que estaba haciendo con la muchacha.
            En su pantalón se abultaba el fajo de billetes. El cliente había quedado muy satisfecho con las fotografías; las había examinado con cuidado; sin preguntar nada más, había pagado una por una, y había desaparecido. Pero aún quedaban cosas por hacer. Cascanueces tenía que ver a la chica para darle su parte. Además de pagarle lo estipulado, tenía por costumbre ajustar al alza sus honorarios según lo que le sacara al cliente. Él creía que así se implicaría más con su trabajo.
            En lo que llevaba con este tipo de encargos había tenido varias colaboradoras. Chicas con buen tipo, atractivas y guapas, aunque él prefería que no fueran excesivamente llamativas. Chicas que no tuvieran escrúpulos pero que a la vez fueran discretas, y que supieran valorar cuánto valía su pudor. Chicas, eso lo tenía claro, que no vinieran de la prostitución. Ese tipo de mujeres no eran buenas para su trabajo. En los primeros encargos, cometió el error de contar con una profesional. Tras un par de reportajes, la putilla se intentó pasar de lista. Cascanueces tuvo que actuar con firmeza con ella. No volvió a repetir con prostitutas.
            Buscaba sus ganchos entre aspirantes a actrices, o entre modelos o azafatas. Una vez, incluso colaboró con una cajera de un supermercado, que resultó ser una sorpresa. Trabajaba extraordinariamente bien, no levantaba ningún recelo entre los sujetos y lograba de ellos pruebas aplastantes. Desgraciadamente, su novio se enteró y ella le dejó colgado a medias con un caso.
            La chica de ahora no era la primera mujer que hacía eso para Cascanueces, y tampoco era ésta la primera vez que ella hacía el trabajo. Así pues, ni esta situación ni la chica en cuestión eran ninguna novedad para él. Sin embargo, últimamente, Cascanueces no podía apartar su imagen de la cabeza.
            Aprovecharía que tenía que quedar con ella para invitarle a cenar. Jamás habían cruzado más de dos palabras seguidas, fuera de las necesarias para concertar cada operación. Lo cierto es que nunca había sido muy efusivo con ninguna de las muchachas con las que había trabajado. No lo era con ninguna mujer, aunque con ella, era especialmente reservado. Cascanueces llevaba desde hacía tiempo pensando en invitarla a cenar. Ahora se había decidido a hacerlo.
            Mientras esperaba que llegara, se imaginó su cuerpo, pequeño y delgado. Su pelo, moreno y corto, encrespado tanto en la cabeza como en su pubis. Sus pechos, pequeños y firmes, de pezones oscuros. Pero lo que más llamaba la atención, hasta el punto de llegar a obsesionarle, eran sus ojos; ojos tristes, sin color, que atravesaban los cuerpos como si al mirar sólo encontraran aire. Dentro de su mente, las fotografías que había hecho empezaron a animarse. Vio de nuevo a la muchacha moverse mientras ejecutaba su trabajo y cumplía con eficacia su papel, controlando cada uno de sus músculos, cada centímetro de su piel, todos sus gestos y movimientos con una meticulosa y exasperante frialdad. Tal vez lo que le sobrecogía de la chica fuera ese algo indefinido que parecía emanar de ella y que acababa envolviendo a los sujetos de la investigación –a las víctimas-. Lo podía sentir no sólo cuando allí, en su escondrijo, disparaba las fotografías, sino también luego, en el laboratorio, al revelar las fotos; e incluso más tarde, cuando examinaba la secuencia fotográfica. Podía casi tocar en el papel el halo invisible que salía de la muchacha e impregnaba al sujeto. Cascanueces, tanto cuando estaba en su encierro y veía la escena a través del objetivo, como luego, cuando examinaba las fotos, sentía que ese halo le excluía a él.
            En su cuchitril, delante de la cámara apoyada en el trípode, Cascanueces sudaba en silencio y no paraba de disparar foto tras foto. Y al final, una vez consumado eso, una vez alcanzado el objetivo por el gancho, y realizado el propósito del investigador, el halo acababa retornando a ella, hacia ella, hacia dentro de ella. Cascanueces sentía entonces un puñetazo contra su estómago. Su boca se secaba, el corazón latía más lentamente. Pensaba en la chica y había algo que le volvía loco. No era amor, tampoco deseo. Le revolvía por dentro mientras la fotografiaba y luego seguía dándole vueltas por la cabeza.
            No la vio llegar, no vio que se había sentado frente a él. La chica estaba en su misma mesa, esperando, sin decir una palabra. El hombre y la mujer estaban solos en el amplio salón del café. A esa hora, el sitio estaba vacío. Cascanueces volvió a la realidad. Se apresuró a sacarse la cartera, casi tirando el café que se enfriaba en la taza. La chica la apartó, antes de que la tragedia fuera irreversible. Cascanueces se sintió pillado en falta. Sin duda era culpable, aunque no sabía de qué. Estaba avergonzado. Extrajo el dinero de la cartera y le pasó su parte. Enmascarada tras sus gafas negras, ella cogió el dinero y lo metió bajo la mesa, sobre sus rodillas, sin guardarlo. Hubo un momento de silencio. La muchacha contó el dinero, y comprobó que la cantidad superaba lo estipulada. Pero no dijo nada, ni un gracias, ni pedir una explicación. Cascanueces dudó. En un susurro, la llamó. Luego, bajó la mirada y le hizo su proposición. Tenía mesa reservada en un restaurante del centro para esa noche. Ella no le miró. Sin levantarse de la mesa, se giró y le dio la espalda. Miró hacia el gran ventanal del café, como si esperara la llegada de alguien. Se volvió hacia Cascanueces. Antes de decir nada, contuvo la respiración y dio un resoplido suave, que hizo que su flequillo se moviera. Le rechazó con pocas y cortantes palabras, que no daban más pie a discusión. Como había llegado se fue, esfumándose entre la gente. Cascanueces sentía un amargor punzante en la boca. Pidió otro café. Se lo sirvieron. Ni siquiera lo probó. Miró la silla frente a él, vacía. Pagó lo justo, sin dejar propina, y se fue.
            En esa época, el trabajo no abundaba. No tenía más casos en cartera. La intranquilidad no dejó al hombre dormir. Su cuerpo pesado le ahogaba, cubriéndole de sudor e insomnio. Se levantaba de la cama y recorría desnudo, con paso torpe, el apartamento; demorándose en la puerta del viejo laboratorio fotográfico. Un resto del pasado, como él, arrinconado por el paso del tiempo. Llegaba al final del pasillo, y volvía a empezar. Y así una noche, y otra, y a la siguiente.
            Pasado un par de semanas, se le presentó un nuevo caso. Respiró aliviado. Como era habitual, le dejó a ella un escueto mensaje en el apartado de correos de siempre. Era todo lo necesario para que la chica apareciera.
            No quiso mirar el teléfono. Estaba seguro de que el timbrazo sonaría de un momento a otro. No quiso mirar el teléfono. Lo sentía como un bichejo, acechando a su espalda, preparado para atacarle. Llenó otra vez el vaso de whisky, para dejar pasar el tiempo. El líquido sonaba con un clap clap en su garganta reseca. Un buen chorro llegando a su estómago como una brasa. El aparato seguía allí detrás, en silencio. No quiso mirar el reloj. Si ella fallaba, siempre podría acudir a alguna de las últimas chicas. Aunque lo hubieran dejado, no sería difícil conseguir que hicieran una excepción; nunca viene mal un pellizco de dinero. Pensaba en cuál sería la más adecuada. Fue descartando una por una a todas las chicas. Al final, no veía más posibilidad que ella. Si fallaba, debería buscar un nuevo gancho, pero le sería imposible que una muchacha nueva realizara el trabajo de forma adecuada. El tic tac del reloj. Una bronca de los vecinos. El chirrido de unos frenos. Un helicóptero sobrevolando la zona. Un silencio lleno de ruidos.
            Tembló. El licor chorrea por los pantalones, le deja perdidos los zapatos. El vaso se hace añicos, se quiebra, explota contra el suelo. Intenta atrapar el vaso cayendo, pero sólo coge aire, se escapa entre sus dedos. El teléfono suena. El teléfono sonó. Cuatro, cinco timbrazos, él no lo cogió, el aparato volvió a quedarse mudo. Esta vez no oía nada, ni el reloj, ni a los vecinos, ni el tráfico. Acarició el auricular. El vello de su mano se erizó. La retiró avergonzado. Era una auténtica garra. Una mano de gorila. El teléfono volvió a sonar. No dejó transcurrir ni un timbrazo esta vez.
            La maquinaria se desplegó de nuevo, precisa, infalible. Una trama de seducción fatal para el chantajeado, demoledora para el chantajista. Dentro de su escondrijo Cascanueces esperaba. En la habitación el espejo frente a la cama ocultaba el cuartucho falso, y allí el objetivo de la cámara aguardaba. El ahogo del encierro convirtió en angustiosa la espera. Las paredes se echaban encima de Cascanueces, los minutos se hacían más lentos, se detenían, retrocedían y golpeaban contra su cara sudorosa. El cuerpo y su respiración agitada hacían aún más espeso el poco aire del cubil. Necesitaba salir de ahí.
            La puerta de la habitación se abrió. A través del espejo vio entrar a la pareja. Ahí estaba ella. El gancho, midiendo con pasos justos ese espacio tan conocido. Tirando de la mano del sujeto, que entró a trompicones, y corrió a ocultarse en la oscuridad. El hombre cerró la puerta y examinó cada rincón del cuarto. Tal vez la facilidad de la conquista le hacía sospechar. El sujeto repasó la superficie de las paredes, arañándolas. Se detuvo en medio de la habitación y miró a su alrededor. Esperó un momento, y luego se dirigió directo hacia el espejo. Cascanueces retrocedió. La mano del hombre apuntaba en su dirección, casi atravesando el cristal. La chica reaccionó, sin perder un segundo más. Se le echó encima hasta que el hombre hundió la cabeza en su cuerpo, y ahí se perdió. Él la aplastó con su corpulencia y se agitó entre espasmos, mientras ella se agitaba entre sus brazos. El juego de los cuerpos puso frenético al encerrado. Lo que surgía ella y envolvía al hombre era hoy muy intenso. Cascanueces desde el otro lado del espejo podía incluso sentir su olor y su tacto. La máquina fotográfica no cesaba de disparar.
            Bañado por la luz roja, Cascanueces dejó resbalar el carrete entre sus dedos. Las cubetas con los líquidos estaban preparadas. Su superficie reflejaba de forma irreal la luz de la bombilla. El rollo de película se le escapaba, incontrolable, haciéndole más difícil su trabajo. Lo desplegó de nuevo, con mucho cuidado. Pero no pudo evitar que sobre la emulsión cayera una gota de sudor. Se pasó el dorso de la mano por la frente. Garra de gorila. La gota se deslizó por la concavidad del rollo formando un surco reblandecido. Se apoyó en la mesa y su mano buscó a tientas el interruptor de la luz. No podía soportar más ese ahogo, sin aire, sin luz. Encerrados en el negativo, aquel hombre y la mujer se repetían en un tiempo muerto. Dos relámpagos rompieron la oscuridad. Ahora, bajo la claridad intensa del fluorescente, respiró profundamente. En el suelo el carrete se enroscaba, inútil. Sin mirarlo lo recogió y lo ocultó en cualquier parte.
            No hubo fotografías que entregar y cobrar, pero sí quedó con ella de nuevo. Le pagaría como si nada diferente de lo habitual hubiera ocurrido, con dinero de su propio bolsillo. Cuando llegó a la cita la chica ya estaba allí. La vio a contraluz, sentada frente al ventanal. Pasaba las hojas de una revista. Cascanueces torpemente se sentó a su lado. Ella no le saludó. El hombre dejó el sobre en la mesa y lo empujó bajo la revista de ella. La chica siguió ojeándola, y sin que ni él lo advirtiera, guardó el sobre en su bolso. Cerró la revista y se levantó. Entonces Cascanueces la tocó. Le agarró el brazo, deteniéndola. Y se oyó proponiéndole un nuevo trabajo.
            Esta vez no habría datos previos. La mentira debía ser tan calculada como fulgurante, completamente limpia. Fijó como punto de encuentro un sitio habitual de copas y luego confió en que las cosas fueran surgiendo sobre la marcha. Llegó allí una hora antes de lo marcado, y comenzó a beber al no soportar la incertidumbre de cómo salir del embrollo en que se había metido. Simplemente, tenía que hablar con la chica, no debería ser tan difícil. Simplemente, tenía que mostrarse agradable. Pensó en qué le iba a decir y ensayó mentalmente hasta el último movimiento de lo que haría cuando la viera. A través del alcohol se sucedían rostros y cuerpos de hombres. Hombres solos, hombres a los que ella podía abordar. Tenía que hablar con la chica. Tenía que hablarle. Simplemente. Algunos de los hombres los descartó por ser demasiado jóvenes, otros porque eran demasiado viejos. La envidia le hacía eliminar a algunos, a otros la repulsión. No encontró su propio rostro en el de los otros. Cuando llegó ella, aún no sabía cómo iba a acabar aquello. Le hizo una seña desde la entrada, y él acudió a su encuentro. Ella esperaba oculta tras la cortina del vestíbulo. Era el momento. Le confesaría que no había ningún trabajo, le confesaría que quería verla de nuevo, se lo diría todo. Tenía que romper el espejo para siempre. Aunque la perdiera. Plantada ante él, la chica le clavó la mirada. Cascanueces retiró sus ojos, irritados por el humo. La chica no hablaba, no se dirigía a él, pero le estaba pidiendo un hombre. Un hombre para realizar su trabajo. Se quedaría frente a ella, le plantaría cara. Hablaría con ella, no tenía que ser tan difícil. Le miraría a los ojos y con ello no haría falta ni hablar, ella comprendería. Pero no pudo soportar el gesto tan frío de la chica, su boca apretando los labios, las manos en las caderas, las piernas ligeramente adelantadas. Cascanueces señaló hacia el interior del bar, al azar. Un hombre. La muchacha se dirigió al desconocido y le sonrió. Su falda se entreabrió ante la sorpresa complacida del afortunado. El juego comenzaba. Cascanueces hundió las manos en los bolsillos.
            Las luces de neón atravesaron su cerebro. La fuerza de la costumbre le guió a la habitación de siempre. Los pasos recorrieron el suelo de moqueta gastada. La mano dirigió la llave a la cerradura. Al abrir la puerta, pese a la oscuridad, el espejo le devolvía su rostro. Se dejó caer sobre la cama. Una telaraña rota ensuciaba una de las esquinas del techo. Desde ahí, siguió un rastro de manchas de humedad que crecía hasta desembocar en un círculo amarillento sobre el lecho. No había llevado las sábanas a la lavandería. Cerró los ojos, apretándolos hasta que le dolieron los párpados. Se quedaría así para que la luz del amanecer le diera en la cara.
            El espejo esperaba.
            Entre sueños escuchó el arañazo de metal contra metal. El ruido cesó, roto por unas risas al otro lado de la puerta. La cerradura volvió a rechinar y Cascanueces apenas tuvo tiempo de alisar la colcha. Cerró la puerta falsa y justo en ese momento ellos entraron. Dentro de la madriguera, su mayor preocupación fue sofocar el jadeo de cansancio que le ahogaba. Entre sus piernas tenía la cámara. Pronto supo qué debía hacer.
            El iris se dilató y la luz llegó al fondo de la retina.
            Iluminado por la luz roja el carrete le abrasaba. Se lo pasaba de una mano a otra, le quemaba. Positivó los contactos de las tomas en que ella se ofrecía a la cámara, con su goce fingido tras una mirada hueca. Tiró copia tras copia de aquellas imágenes que eran sólo para él. Amplió y reencuadró. No dejó escapar un detalle, sin importarle los límites de la definición, la permanencia del grano sobre la línea.
            La anatomía de la mujer se fragmentó en imágenes ampliadas que inundaron la casa. Pobló las paredes con su piel. Cubrió el techo con sus ojos detenidos. Sus dedos, su boca, su pelo. Cascanueces se dedicó con frenesí a la tarea. Depositó en el papel su deseo. Eludía los relojes, hasta que agotados fueron parándose, cada uno en una hora diferente. Las persianas siempre bajadas, perdió el sentido del día y la noche, y ya sólo distinguía entre el adentro y el afuera. Por eso, temía los espejos, donde sospechaba que esa última diferencia se borraba. En su pesadilla, las puertas eran espejos insaciables.
            Dejaba transcurrir los días como si fueran horas. Hasta que no podía más y, bien entrada la noche, huía por la ciudad fantasma, ignorando los semáforos, dirigiendo su coche contra las calles. Intentaba tranquilizarse contemplando los escaparates iluminados, donde los maniquíes afectaban poses humanas largo tiempo perdidas. Pero siempre volvía a su casa. Entonces corría a refugiarse en el baño, que conservaba sus paredes desnudas, o a oscuras buscaba el dormitorio y hundía la cabeza en la almohada.
            Sobre su despacho se acumulaba el polvo, mientras que un acre olor a acetona inundaba su casa. Una película de inexactitud cubría las paredes: el cuerpo del hombre comenzaba a difuminarse entre las fotografías, solapándose tras los límites cada vez más imprecisos del papel. Las imágenes se movían, se desataban, amenazaban con inundar los resquicios de su mente. Comenzó a verlas en los sitios más insospechados, allí donde sólo tendría que encontrar el sosiego de la nada. Deslizándose por el suelo, bajo las puertas. Formando un poso en el agua que bebía, inscribiéndose en las líneas de su mano. Escondiéndose tras el rostro de los maniquíes.
            Nunca más volvería a ver a la chica. No quería perder eso de ella que por fin había conseguido convertir en suyo. Su gloria y su infierno. Pero ahora eso se le escapaba volviéndose en su contra. Encargó marcos de hierro negro para contener aquellas imágenes que más le asaltaban. Así creyó que podría dominarlas.
            Debía salir de allí. Tras los cristales, el marco rectangular revelaba el azul del cielo. Un encuadre limpio de imagen. Un encuadre que él debía de llenar. Se giró hacia la ventana.

DESCRIPCIÓN DE UNA PROSTITUTA. Lo obsceno en la escena y el desgarro del relato.


RESUMEN:
La tendencia a romper límites del teatro contemporáneo no se detiene ante ningún tabú. Superado que lo teatral haya incorporado el sexo de forma directa y que no sea extraño que los intérpretes actúen desnudos, se plantea ahora la inclusión del sexo explícito en el espectáculo teatral.
Este artículo examina cómo se relaciona sexo con teatro y cómo la inclusión de sexo explícito perturbaría la relación del espectador con el espectáculo, y de qué manera lo pornográfico puede afectar a los fundamentos de lo dramático.
 
pornografía.
(De pornógrafo, del griego πορνογρaφος.)
1. f. Carácter obsceno de obras literarias o artísticas.
2. f. Obra literaria o artística de este carácter.
3. f. Tratado acerca de la prostitución.
(Real Academia de la Lengua-2001)
pornografía: (Etimología:) Descripción de una prostituta. Escritura acerca de alguien sobre quien recae el hecho de vender su cuerpo.

Hablemos de la pornografía en el teatro.
Hablemos de la pérdida de la intimidad, de la violencia de los cuerpos, del exceso, hablemos sin pudor de aquello que lo social, con sus normas morales, rechaza. Y específicamente en lo escénico, de aquello que la convención teatral repudia. Hablemos no de la representación del sexo, sino de la inclusión del sexo dentro del hecho teatral.
No hablaremos de erotismo. En el erotismo, la fusión se demora y los cuerpos diferenciados y separados juegan a sentir una atracción mutua, la de los opuestos. El sexo se utiliza precisamente para polarizar la diferencia, y una vez que ésta se produce, todo se convierte en lenguaje, un lenguaje en el que lo que se juega es el deseo. En el erotismo al fin y al cabo el cuerpo y sus movimientos pulsionales se semiotizan. Incluso en sus manifestaciones más extremas, el erotismo construye. En el erotismo todo tiende a la trama. Si en el cuerpo la excitación es erección, es pulsión que anima los genitales y que busca una satisfacción inmediata, en el erotismo la erección se convierte en marca significante.
Queremos ir más allá del erotismo. Tampoco hablaremos de perversión, es decir, del sexo considerado como algo extraño, aberrante. Un sexo desviado que se manifiesta a través del síntoma y en el que se relaciona lo sexual con lo antisocial y con lo patológico. El cuerpo desnudo, la palabra malsonante, el travestismo y el cambio de roles, la asociación entre sexo y violencia, la infidelidad, el incesto, la conducta sexual inhabitual. Podemos plantear hasta qué punto tratar la perversión es muchas veces una excusa para no abordar el sexo de forma directa. Se anuncia y pretende que se va a hablar de sexo para realmente desplazar la cuestión a la exposición de una conducta diferenciada debida a cierto uso inadecuado del sexo; eludiendo del mismo acto en sí. Se circunscribe de nuevo el sexo al ámbito de lo oculto, ya que el sexo se reduce a causa condenable de un fenómeno anormal. El tratamiento del sexo o bien se desplaza a la denuncia, ya sea positiva o negativa, de esa conducta; o bien, se expone esta conducta fingiendo vivir en el ámbito de la escena una desinhibición falsa, para realmente escamotear la centralidad del hecho sexual.
Hablemos finalmente de pornografía. De lo sucio y de su descripción, de su escritura. La etimología de la palabra pornografía, como descripción de una prostituta, nos sugiere que la acción de la prostituta sí puede ser descrita, puede ser hablada y expresada. Nos permitiremos hablar acerca del sexo explícito, e intentaremos aventurar lo que supondría ejecutar y practicar sexo sobre un escenario. Trataremos así acerca tanto del espectáculo pornográfico como de la posibilidad o la imposibilidad de incluir la acción del sexo, en toda su radicalidad, dentro de lo teatral.
Hablemos de lo no hablable.

LA MUERTE Y EL SEXO: ORÍGENES Y LÍMITES DE LO TEATRAL
Como punto de partida de este artículo propongo que el teatro no sólo no permite el sexo explícito, sino que su discurso nacería precisamente de la exclusión de dos extremos: el sexo y la muerte. Lo teatral, pese a ser espectáculo del cuerpo, espectáculo de lo real (lo real entendido como aquello radical que se opone a ser entendido, racionalizado o conformado, ni como concepto ni como imagen), no puede asumir estos dos extremos, que de alguna manera tampoco son abiertamente permitidos por la sociedad actual. Socialmente, la muerte se restringe, primero, al ambiente inmaculado de la lucha clínica; y luego, en el duelo, a la discreción de lo íntimo. En nuestra sociedad la muerte está negada: ocultada y finalmente, fragmentada y contenida en costumbres desritualizadas, asépticas, que exigen el encubrimiento público de la muerte permitiendo en cambio la exhibición discreta, íntima y limitada, del cadáver. Siempre, claro está, que éste quede confinado dentro de esos supermercados de la muerte aceptable que son los tanatorios. Ya ni el velatorio en el domicilio se permite. Se recluye a la muerte dentro de cierta red permitida por la sociedad urbana, pero asegurando que ésta no va a interferir con otras redes que la sociedad también crea y a través de las cuáles se manifiesta en otros ámbitos (trabajo, ocio, hábitos sociales cotidianos... el mismo sexo.)
Así mismo, el sexo se limita al espacio de la intimidad, al secreto. Si llegara a exhibirse de forma pública, caería dentro de lo obsceno, de lo repugnante, de lo patológico. La vergüenza y el pudor limitan y acotan la presencia del sexo en nuestras vidas sociales.
¿Cómo se dio esta denegación del sexo y de la muerte en el teatro, cuando son estos precisamente los temas fundamentales que aborda este arte en su narrativa? Además, es paradójico que en el origen del teatro encontremos al sacrificio y la fiesta. La fiesta sagrada, en la que se vive el exceso del cuerpo, sacralizado y ofrecido a lo Supremo, y que por eso permite que se citen en su celebración, de forma excepcional, lo que se ha dejado fuera de lo social. Evento en el que no sólo se practicaba el sexo y la muerte, sino que eran las piezas fundamentales que armaban su ritual (Bataille, 1992, 1998). En el desarrollo de las religiones, la fiesta y el sacrificio se transforman, llegando finalmente el sacrificio a simbolizarse como rito incruento. No es que la víctima llegue a aceptar su sacrificio, sino que el mismo Ser Supremo no requiere ya de víctimas y verdugos, llegando incluso a transformarse a sí mismo en víctima ofrecida y sacerdote oferente a un mismo tiempo. Así ocurre en las religiones nórdicas (Odín ofrecido a sí mismo) y en el cristianismo (Dios encarnado para morir ofrecido a sí mismo). El punto paradójico de esta esencialización del sacrificio llega con el rito cristiano, que instaura como momentos cruciales de lo sagrado no sólo la muerte del dios, sino la transubstanciación y la inversión de la asimilación del cuerpo sacrificial como alimento. En el sacrificio católico la carne de la víctima ya no se ingiere, su sangre no se bebe, como ocurría en el sacrificio pagano, sino que el vino se convierte en sangre, y el pan en carne… La inversión simbólica llega hasta el punto de que el ágape es celebrado con el sacerdocio de la misma encarnación de Dios, Jesucristo, antes mismo de que llegue a darse su muerte libremente aceptada. Puede que sea esta inversión la que permita la resurrección de la carne, tras haber consumado el fiel una comunión que se instaura en la repetición de la fiesta cristiana, la misa, y le convierten en partícipe habitual, no casual, de la Pasión del Ser Supremo y de su posterior resurrección. El recorrido del sacrificio en el catolicismo llega a ser absolutamente antisimétrico con el del sacrificio pagano, en que la carne moría para afirmar al Supremo. La hermandad y la repetición de la comunión ante ese misterio permiten la culminación de esta transformación cristiana del sacrificio.
Pero hubo otra transformación de la fiesta sagrada, que surgió antes, originada por el logos y la asamblea. Otra manera de regular la violencia del sacrificio y de encarar el pacto que esto supone. Es la que tiene lugar con la aparición del teatro en la Grecia clásica. El teatro ofrecía momentos cuantificados de horror y exceso, contenidos y organizados como discurso para la polis, y permitía sentir de forma directa al público esa experiencia del horror llamada catarsis. La creación de la trama trágica aseguraba la preservación del exceso del sacrificio, de las transgresiones de la fiesta. Y lo que la trama ofrecía era la peripecia del héroe, que cometía a través de su hamartía la trasgresión del mandato de los dioses, y por esa hamartía el héroe era condenado. Se permitía vivir a los participantes en este rito nuevo, en el espectáculo teatral, el sacrificio individual del héroe. En éste se representaba tanto el primer momento de la ira del héroe, como el del castigo del héroe por parte de los dioses y la expiación del protagonista de su culpa; se procedía a una simbolización de los excesos del héroe y de la arbitrariedad y la violencia de lo Supremo. Esa vivencia de la culpa y esa revivificación del castigo liberaban a la polis, al sujeto de la sociedad, de sufrirla por sí mismo, y de correr el riesgo de quedar aniquilado. En la tragedia ni siquiera teníamos ya a una víctima, como en el sacrificio, sino a un actor: alguien que finge, que suplanta o que presenta las acciones de ese héroe que se convierte en depositario del horror de la polis. Las máscaras y el juego de los tres actores: protagonista-deuteragonista-triagonista, que rompía la unidad actor-personaje, aseguraban una distancia que impedía cualquier posible identificación entre personaje y actuante, y así se preservaba a éste del posible riesgo de ser sacrificado y masacrado por la masa. Si en la religión pagana en la reunión de los fieles se evita el horror particular gracias al sacrificio, esto aún se ve amplificado en el teatro, en la asamblea, en que ese sacrificio se vuelve no cruento, repetible, no irreversible, aunque aún mantenga las características de ser un espectáculo único, en cada una de sus representaciones. Igual que en la misa cristiana existe un milagro único en cada una de sus celebraciones.
Muerte y sexo necesariamente son desterrados del teatro. La irrupción de la muerte en escena llegaría a desarticular los mecanismos de la representación teatral. Agotaría el gesto teatral en la emergencia de un sacrificio que, desvinculado de la justificación de lo sagrado, se mostraría siempre inmotivado, arbitrario. La muerte o la mutilación ya no son teatro, nunca más podrán ser teatro, pues la representación nunca podría volver a repetirse; siendo la repetición, la posibilidad de volver a contar esa misma historia, una de las características fundamentales del teatro que le separan del sacrificio. Si sí se diera la presencia de la muerte o de la mutilación, estaríamos entonces ante un espectáculo sádico, en el que se gozaría con la puesta en escena y movilización de la muerte, con las características de un espectáculo único, irrepetible, en el que lo real, con todo su halo siniestro, desgarra y destripa a la víctima, al tiempo que arroba al espectador. Aniquila como sujeto a este último al tiempo que se destruye como objeto el cuerpo ofrecido del actuante.
La producción de este espectáculo sería tanto el desvarío como el cadáver o el miembro mutilado. Y ya no lo sería la catarsis, la piedad y el temor, como sí ocurre en el espectáculo teatral clásico. Si este último arrancaba en lo real del cuerpo del actor para llegar al ámbito del símbolo, un teatro de la muerte también partiría de lo real pero para revertir en lo real, en este caso lo real del cadáver del actuante, destruyendo toda posibilidad de simbolización.
La muerte en escena, al fin y al cabo, es un hecho redundante. Desde el punto de vista del dispositivo del espectáculo teatral, la inclusión de la vida en escena ya comporta la presencia de la muerte, en cuanto al desgaste que presenciamos en la actualidad del hecho espectacular.
Y finalmente, el destierro de la muerte en escena afianza la trama, en cuanto a que ya el espectáculo no se elabora sobre la identificación de los cuerpos (en el sacrificio el espectador se identifica en cuanto a cuerpo con el cuerpo ofrecido del actuante, y por un fenómeno de transferencia se identifica con su dolor y muerte), sino sobre la identificación de identidades. En la trama, la conciencia del espectador se identifica con el personaje, no con el actor. E incluso se identifica, más que con el personaje, con su peripecia trágica.
En cuanto al sexo, la intimidad y la vergüenza cierran el espacio del acto sexual. Lo teatral respeta esa intimidad y vergüenza para construir el sexo en la obra teatral sin tener que acudir directamente a su exhibición y ni mucho menos a su representación.
La estabilidad del aparato teatral, esa estructura de resistencia contra lo pornográfico, hace afirmar a Ziomek (1990:263) que “podría parecer que el teatro es un lugar consciente del riesgo de la pornografía y que por eso produjo los más eficaces dispositivos de seguridad en la forma de la disciplina de la sala. (…) La composición social de la sala cambia, pero algo en el teatro permanece invariable: el teatro dispone de un probado convenio de «mala fe», que debilita la tentación de hacer facsímiles. En el más naturalista de los teatros no se vierte sangre ni se bebe veneno, aunque el estilete y la copa suelen ser verdaderos. (…) En el más «de cajón» de los teatros el espectador está bajo la acción de la presencia del actor «compuesto de una doble naturaleza» (la del personaje y la suya propia.)”
En la disposición espacial del teatro clásico, el sexo y la muerte se confinan en el interior del palacio-templo, mientras que la tragedia teje para los espectadores una trama que contiene esas acciones obscenas, esas acciones fuera de escena, recreadas a través de los sucesos, peripecias y palabras que se muestran y oyen en el exterior, dirigidos hacia el público/pueblo/polis.
El espectador teatral ocupa una doble posición. Como receptor, una posición pública de aceptación del hecho, a través de un discurso explícito y social, expresado en las acciones de la trama. Y como colaborador interpretativo del texto y de sus silencios, una posición privada que se vuelve hacia sí mismo, hacia su conciencia, tras el marco de la vergüenza y del pudor, del otro lado del lenguaje, en silencio, viviendo el impacto de la obra de forma estrictamente personal y subjetiva. El espectador no descarta lo que el teatro sitúa fuera de escena. El espectador ve tanto lo que se le muestra como lo que se le oculta. Al estudiar el arte pornográfico de los makura-e japoneses, García Rodríguez (2001:150) apunta al respecto que “lo oculto y la fragmentación son otros de los recursos ingeniosos que, unidos a una interactividad premeditada, hacen que el público tome un papel activo en la lectura recreando mentalmente lo que «falta» y favoreciendo así la imaginación erótica.”
Si el espectador se involucra en la trama, las imágenes no mostradas por el espectáculo son reconstruidas en la conciencia del espectador con aquellos elementos de su imaginario que más le afectan. El espectador ve el horror que se le sugiere con aquellas vivencias que más le han horrorizado, así como construye las imágenes del sexo con aquellos deseos y experiencias que más le provocan y que preferiría mantener más ocultos. Con ello, la división que marca el espectáculo con la diferencia escena/fuera de escena se introduce dentro de la conciencia del espectador a un nivel profundo. No es simplemente una cuestión normativa, de distinguir lo bueno de lo malo, sino que se duplica en la conciencia del espectador una estructura que es tanto psicológica como social. Creando un patrón cultural adecuado, dentro del cual los sujetos se pueden integrar socialmente de una manera eficiente.

¿SEXO SOBRE EL ESCENARIO?
¿Sexo explícito en el teatro? Si la práctica del sexo se concibe dentro de lo íntimo, de lo privado, ¿cuáles serían los efectos y las consecuencias de que actos sexuales llegasen a ser incluidos dentro de lo teatral, como espectáculo público? Pese a lo mucho que la visión del acto sexual en un espectáculo teatral nos escandalice o nos indigne, podríamos discutir hasta qué punto esto supondría la destrucción completa del dispositivo teatral. La inclusión del sexo en el teatro, al ser el acto sexual cercano a lo real, suponemos que situaría al teatro en un punto extremo, llegando a afectar a la convención teatral y a lo verosímil en escena.
El teatro es el arte del cuerpo del actor. Incluso más que en la danza, en la que el cuerpo se somete a la torsión, a la modificación que la música, el movimiento y el ritmo producen en él. En el teatro el cuerpo sufre una prueba mayor, en cuanto a que a la presión de la mirada del espectador y la tensión física del cuerpo, se añade la tensión psíquica, el esfuerzo por fingir otro personaje, por vivirlo.
Partiendo de lo real presente en el cuerpo y en la pulsión del actor, se crea y se transforma, en un acto de significación. Se crean recortes de lo real, citando la interpretación de Santos Zunzunegui (1992:60) de la teoría del signo de Hjelmslev, según la cuál “se recortan los significantes” sobre la naturaleza material de la materia de la expresión. Es este caso, la materia de la expresión sería el cuerpo y la pulsión del actor, y sobre estos se produce la operación discriminante de la forma de la expresión: ahí es donde es posible articular códigos de significación.
Es interesante introducir la noción de cuarta pared de Stanislavski (1994:131): “En un círculo de luz, en medio de una completa oscuridad, se tiene la sensación de estar aislado de todos los demás. Dentro de ese círculo, lo mismo que en el propio hogar, no hay nadie que infunda temor ni nada que avergüence.”
Un lugar de protección que la representación y la trama ofrecen al actor, en cuanto que le permite crear y creer en un espacio cerrado e inmune a la presencia y presión del espectador. Un cierre espacial imaginario que rodea al actor, construyendo a su alrededor un entorno impermeable. La cuarta pared no es sólo un concepto espacial, o la base de una convención que crea una discontinuidad entre el mundo de la ficción y el de la realidad dentro de la escena. Es realmente una discontinuidad que el actor juega en su cuerpo. El espacio que habitualmente llamamos escénico es la extensión de la prohibición del acceso al cuerpo del actor. No es el suyo un cuerpo que se entregue a la acción sacrificial del público, de los asistentes, ya sea de forma directa, en la masacre, o a través de la intermediación de un sacerdote o de un verdugo. Pero una vez que el naturalismo derribó el sistema de distanciamiento del teatro griego, que había pervivido en el teatro europeo a través del uso de los personajes tipificados, de la caracterización y del lenguaje establecido de los gestos, al desarrollarse un teatro basado en la identificación, la cuarta pared sería donde resistiría el punto de no entrega del actor. Pese a los procesos de identificación actor-personaje, este concepto permitiría la pervivencia y redefinición de la convención teatral, situándose justo en el eje espectador-actor. Sería una pared imaginaria que podríamos ir reduciendo hasta llegar, en última instancia, al mismo cuerpo del actor. Sobre el cuerpo del actor, definido a partir de aquellos elementos propios del actor a partir de los cuáles éste conforma y define al personaje, reencontraríamos en esta esencialización última de la cuarta pared una imagen del signo de Hjelmslev como recorte de lo real.
Así ocurrió con el acto de desnudar al actor, en cuanto a que la cuarta pared se redujo hasta llegar a la intimidad del actor, y a despojarle de ese juego de elecciones distanciadoras que supone la caracterización del personaje. El actor desnudo se entrega de forma completa al espectáculo, y convierte en signo lo azaroso y arbitrario de su cuerpo. Aunque hoy en día el desnudo del actor está asumido en el teatro, supuso en su momento estrechar el círculo de protección y de significación de la cuarta pared, con una ruptura de la convención de orden similar a los que fueron la mirada al espectador hacia el público, el no ocultar la maquinaria escénica o la emergencia del actor de la burbuja escénica. Hoy en día, esta cuestión se ve renovada de forma acusada en la pornografía, en la que la entrega del actuante en la representación es máxima. Siempre podremos debatir si en tal género esta entrega es completa; hasta qué punto la cuarta pared desaparece, estando completamente accesibles actor y espectador. La realización del sexo en escena supondría un último lugar de retraimiento para esa cuarta pared que se ha ido cerrando sobre el cuerpo del actor y ha adelgazado hasta casi desaparecer. Igual que casi desaparece en el momento de la fiesta, en que la representación se entremezcla con la realidad, en que los actores bajan a la plaza, tocan y son tocados por el espectador. Entonces, ¿dónde se refugiaría la intimidad del actor, el espacio de no entrega que salvaguarda su identidad, que permite el juego de la representación y asumir un rol? ¿Existe aún cuarta pared? Pensamos que siempre debería seguir existiendo una pequeña película de ese concepto que robamos a Stanislavski. ¿Será esa cuarta pared capaz de resistir el embate de la fusión, del intercambio de los fluidos íntimos, del sofoco?
            Volviendo al problema particular de la pornografía, ¿es posible aquí definir la cuarta pared? Si no es así, peligra la posibilidad de crear un signo en lo pornográfico.

PORNOGRAFÍA
En el espectáculo pornográfico se da la exhibición del cuerpo, y sobre todo, de los genitales, para finalmente culminar con la realización del acto sexual. Muchas veces, en lo pornográfico hay una estructura narrativa, pero que nada tiene que ver con la que vertebra el hecho teatral. En la pornografía, el relato, no es más que una excusa para desplegar la actividad sexual; es realmente una forma de introducir una demora en la aparición del acto sexual, y aumentar la excitación que conduciría a su consumación, así como una forma de situar al espectador del espectáculo pornográfico. Lo pornográfico, pese al carácter extremo y al margen de lo aceptable de este tipo de espectáculos, sí construye un lugar para el espectador. Lo hace considerándolo primero como (falso) espectador teatral para luego instaurarlo como espectador de lo pornográfico, como voyeur o mirón. La ligera trama, la excusa narrativa, pronto desaparece dando lugar al desarrollo físico del acto. Puros cuerpos en escena que se relacionan a través de las estrategias sexuales, anticipadas por el deseo del mirón y finalmente alimentadas por su excitación. Se crea una distancia entre las figuras activas y las pasivas; la participación en la actividad del acto es la que rige la diferencia. El acto sexual se circunscribe al lugar de los actuantes, que vamos a equiparar con el escenario, aunque ese lugar esté reducido a lo mínimo: una esquina, una cama, un bidet. El espectador desde su inmovilidad presencia el acto, forzado a gestionar por sí solo la pulsión escópica, el deseo insatisfecho, enfrentado al lugar del otro, de los actuantes. El lugar del acto sexual, enfrentado al lugar desde el que se mira, y al cuál llega el impacto del espectáculo pornográfico.
Nos encontramos ante la dualidad del exhibicionista y del mirón, pero gestionadas dentro del marco del espectáculo. Que ya no es representación, sino una nueva desviación o variación del comportamiento sexual, y eso es lo que distingue al espectáculo pornográfico del espectáculo teatral. No es ya lo teatral lo que se pone en juego, sino ese acto sexual nuevo, el acto sexual de mirar hacer sexo y de ser mirado mientras se practica el sexo, que conforman ahora el espectáculo.
En la pornografía acción y acto se confunden. Hablábamos antes de la cuarta pared, y de cómo define un lugar en donde se cruzan el yo no soy del actor y el tú no puedes del espectador. Un lugar de otredad, un lugar de lo arbitrario, en que la voluntad del actor y la del espectador son subordinadas (sacrificadas) en instancias de un Otro que se crea precisamente en esa operación, el del personaje en la trama. Pero no hay ningún Otro en la pornografía, sino un hecho de confusión, en cuanto a que se juega a que el deseo del espectador se confunda con el del actuante. No hay recortes de lo real que configuren signos articulables, sólo hay fusión en lo real. No llega a haber aniquilamiento, en cuanto que no se pretende la destrucción de los cuerpos, pero sí se pretende la destrucción de las voluntades en una entrega a la pulsión; ya que el espectáculo sexual atenta paradójicamente contra el mismo deseo, contra aquello que regula la pulsión, al volver inalcanzable e imaginario el objeto de deseo.
La cuarta pared ha caído; el signo se vacía, y el hecho de la significación se agota con la misma ejecución del acto.

ACCIÓN, ESPACIO Y TIEMPO EN LA PORNOGRAFÍA
¿Puede el sexo ser una acción teatral? Hablamos del sexo no como motivación del personaje, sino como acto que puede ser incorporado en la partitura de acciones del actor. Nos repugna el considerar el acto sexual, en cualquiera de sus variantes, como acción para la representación. No concebimos en principio que el actor sea obligado a realizar ningún tipo de acción sexual, nos parece que atentaría contra su intimidad… Y sin embargo, forzamos su libertad de elegir qué decir o qué hacer. Podemos obligarle a fumar aunque el tabaco sea nocivo para él, o a caminar aunque esté lesionado. Pero nos resistimos a obligarle a ejecutar un acto sexual. Pensar en una preparación psicofísica para ese momento nos sería abominable, o si no, ridículo. Pero en cambio no nos molesta ver a un individuo comiendo, no nos molesta forzar a un individuo a comer, aunque no tenga hambre, aunque le repugne comer en ese momento. O aunque ver comer le repugne al espectador. Somos implacables: debe comer. No nos molesta recrear en el actor sensaciones, emociones, incluso deseos. Pero nos es lógico pensar lo repulsivo que supone forzar al actor a realizar el acto sexual. Aunque nunca llegamos a plantearnos por qué esto nos parece lógico, por qué nos resulta claramente repulsivo, sintiendo un rechazo visceral, no racional. Un rechazo que ni somos capaces de explicar ni siquiera intentamos explicar, porque nos parece evidente de por sí.
El espacio de la representación se alteraría drásticamente al insertar en él la ejecución del acto sexual. El espacio ya no sería espacio de la representación, sino de la exhibición. El espectador se ve obligado a situarse como mirón. Alimentar la operación exhibicionista de los actores entregados al acto sexual. El espacio entonces se divide entre el hueco clandestino desde el que el espectador, el mirón, defiende su identidad diferenciándose de los actuantes, al tiempo que se abandona al acto de mirar, y el espacio de los actuantes, un espacio de exhibición. Así, al acto sexual ejecutado por los actuantes se le suma otro, que es el dejarse y hacerse ver, el de incitar al que está escondido, aparentando no saberse visto y excitando así al espectador con la morbosidad de no reconocer los actuantes que sí saben que son mirados, por muy patente que es esto al estar en un espectáculo. Esto supone, que si existe una agresión posible por parte del que mira hacia los actuantes (indefensos en ese acto que ya no tiene la protección de lo privado, que ha renunciado al pudor), en correspondencia hay una corriente de crueldad por parte de los que ejecutan el acto hacia el mirón, en cuanto que le apartan de eso que ellos están disfrutando, aunque al dejarse ver le incitan y enardecen con la presión de la pulsión nacida de la exhibición. La cuarta pared ya no sólo se ha adelgazado, sino que se ve afectada por ese intercambio de violencia, que rompe el pacto de la representación. El acto sexual se amplifica al convertirse en simplemente pretexto para provocar la excitación del espectador, y entonces se desplaza desde el escenario, contaminando el eje espectador-actuantes. Una vez que se da esto, se juega a la confusión de los polos del eje espectador-actuantes. Desaparece entonces el espacio de la representación para articularse como espacio pulsional y emerge el espacio pornográfico.
Pero existe en este caso otra posibilidad en la relación espectador-espectáculo. Podría ser que el espectador no entrara en el chantaje de los actuantes y no aceptara esta división espacial en la que se da el intercambio de violencia y agresión y finalmente la fusión en el acto. Pero es imposible mostrarse indiferente al acto sexual, que consume en su realización el espacio de la representación aniquilando la cuarta pared y hace imposible distinguir el lugar del que mira del lugar del que se exhibe. La continuidad de espacios es agobiante, y motiva la repulsa del acto sexual, ya que es imposible ejercer la vergüenza en ese estado contaminado en que la realización del acto destruye la intimidad y no permite apartar lo que ocurre de una forma pudorosa y neutral. El efecto entonces es un rechazo absoluto, una desarticulación del espectáculo pornográfico, y una destrucción de lo poco que quedaba del esquema del espectáculo teatral. Simplemente, este espectador pudoroso no aceptaría que eso fuera un espectáculo, y se negaría a integrarse en él, con lo que desaparece el espectáculo en sí porque ya no hay nadie que lo reciba. Ese hipotético teatro con sexo o se convierte en acto sexual, en espectáculo pornográfico, o simplemente, no existe al ser rechazado por el espectador.
Examinemos ahora el impacto de la inclusión del sexo en el escenario en el tiempo de la representación. La acción sexual introduce diferentes temporalidades. Por una parte, tiempos de estados ligados a una progresión fisiológica: la excitación, la resolución de la excitación. Por otro, el tiempo que proyecta la relación sexual hacia un resultado, hasta un posible efecto: en caso benigno, el tiempo de la reproducción; en caso maligno, el tiempo del contagio. Dos tiempos: el del presente de la progresión físiológica, que vuelve indistinguible el del actor con el del personaje; y el que afectaría a un futuro, distinto del futuro que la trama crea. Dos temporalidades que afectan nuestra visión del espectáculo, en cuanto que no podemos separar la acción de sus características físicas y posibles consecuencias como acto sexual, y eso introduce una variable en el tiempo narrativo. El espectador vive por una parte el tiempo del acto, es demasiado consciente de lo que está ocurriendo en ese momento, del presente que el sexo produce, y de un presente que comparte en cuanto que es cuerpo de lo real.
Desarticulados un espacio y un tiempo diferenciados entre espectador y representación, emerge una fusión espaciotemporal entre los cuerpos. Los de los actuantes, en su acto, los de los espectadores, como testigos obligados de ello. Y el acto sexual en su verdad actual, radical, crea un agujero en la construcción verosímil de la representación teatral y de la ficción que ésta crea. Lo real, al aparecer en el escenario, rasga el leve tejido de realidad que crea la ilusión teatral. Ese desgarro sería letal para la representación. Ya no es posible mantener el mecanismo de distanciamiento que con tanto cuidado construyó el teatro: ¿quién hace el sexo en escena, el personaje o el actor?

LA PARADOJA DEL PORNÓGRAFO
¿Cómo siente el actuante en el espectáculo pornográfico? ¿Cómo llega a crear, mantener y desarrollar la excitación necesaria para el acto sexual? Esta pregunta, un tanto desconcertante, es absolutamente análoga a la que supuso, en el registro de las emociones, la razón de la aparición del innovador sistema de Stanislavski. La posible inclusión del sexo en el repertorio de acciones del actor no está muy alejada de lo que planteó Stanislavski con su método psicofísico. Ambas no dejan de responder a la paradoja de Diderot (1990). ¿Quién vive la emoción, el personaje o el intérprete?
Pensamos que el sexo es algo diferente a una emoción, aunque el factor emocional del sexo es evidente y lo percibimos en nuestra vida en un grado supremo. Si sí es diferente, es porque en la emoción del sexo el desgarro se vive de manera más intensa. Al fin y al cabo, una emoción es siempre un momento de ruptura de la red semiótica, un momento en que lo razonable se ve desbordado por algo que excede sus cálculos y previsiones. En que lo subjetivo sobrepasa lo objetivo. Y sin embargo, pese a todo, suponemos en lo emocional algo que lo sitúa dentro de lo comprensible, de lo soportable, de lo humano, de lo permitido socialmente. Hablamos incluso de inteligencia emocional. Pero nunca pensaríamos que el sexo estaría dentro de ese sistema inteligente de emociones.
Sin duda, en el sexo hay emoción. Pero hay algo más que rompe la economía de lo emocional. Un factor de animalidad, como cita Bataille en El erotismo. Y este autor plantea en el sexo una cuestión de desbordamiento, de exceso en cuanto a la ignorancia de la contención económica que preside lo humano. El sexo se pone del lado del consumo indiscriminado, del gasto innecesario, del exceso. Eso plantea que el entrenamiento del actuante sería un entrenamiento para el desbordamiento. No estamos hablando de practicar la ejecución del acto, sino de abandonarse a él.
Bataille (1992) nos habla de la relación entre el sexo y la prohibición y su trasgresión. ¿Animalidad? O ese punto que la ley no alcanza a normalizar. La ley que dispone una serie de normas para acotar el sexo y la muerte, para contenerlos, y para paradójicamente permitirnos acceso a ambos de una manera metafórica a través del relato y de la trama, sin que ese acceso destruya ni a los espectadores ni a los actuantes. Si rechazamos un entrenamiento emocional en la práctica del sexo es quizá porque consideramos que esto iría en contra de ese carácter de estar fuera de lo permitido que tiene el sexo. No rechazamos el entrenamiento porque esto suponga una animalidad del actuante, sino porque en el sexo hay una operación deliberada de ser animal y de anular la individualidad del otro para convertirlo en objeto. Y esto no es ninguna reminiscencia de nuestro carácter animal, sino es un hecho humano, deliberado y voluntario, que nace impuesto por la estructura cultural de nuestra sociedad.

TRAMA Y PORNOGRAFÍA EN LO TEATRAL
En cuanto a lo cultural, es decir, a aquello que define a una sociedad o grupo, la trama, la ficción, no es sino una construcción alrededor del sexo (y de la muerte) y que las circunscriben a ambas. Contienen a uno y otra, pero sin incluirlos. No porque en el sexo y la muerte haya rasgos de la animalidad que queramos desterrar de nuestra cercanía. Más bien, son algo esencial a la humanidad, y a nosotros como individuos, a nuestra subjetividad, y la cultura y la normativa los han situado fuera de cualquier tipo de intercambio cultural. Porque el sexo aparece como definición de nuestra singularidad, más allá de la personalidad, más allá de lo emotivo, más allá de la norma y de la ley, y por supuesto, más allá de lo admitido socialmente.
La presencia del acto sexual supone el cortocircuito por el que el espacio de la representación se desarticula, y se convierte en espacio del vouyerismo-exhibicionismo, y eso coarta el pacto de lo teatral. Supone que el tiempo de la representación se ve anulado por la absoluta actualidad del tiempo de los cuerpos. Supone que los personajes pierden sentido porque la vivencia de la acción sobrepasa cualquier intento de distancia con la acción e identificación con un personaje construido…
Y una vez anulado espacio y tiempo de la representación, una vez anulados los mecanismos de implicación con el personaje, ¿qué pasa con la trama? Para empezar, las acciones presentes en la obra, apoyadas en la verosimilitud, pierden entidad frente a un acto de lo real. Las conexiones causa-efecto se ven detenidas y sustituidas por un acto que es presente, que simplemente nace de una excitación y concluye en una relajación, un flujo de sangre que hincha un miembro y que luego, en su reflujo, lo deshincha. Erección de los miembros, manifestación fisiológica de la sangre que anega lo humano y lo desmiente, convirtiéndolo en monstruoso para el marco socialmente aceptado. En un punto opuesto a ese otro flujo de sangre, el del rubor, manifestación fisiológica de una emoción puramente cultural, sin relación con lo fisiológico, como es la del pudor.
La trama se desarticula en cuanto a proyección hacia el futuro, ya que el futuro deja de tener sentido frente a la fuerza del presente. La expectativa se bloquea entonces, ya que el espectador o se ve atrapado por la atracción morbosa de la visión de la escena, de la escena primaria, o la rechaza, y con ella, rechaza y repudia la representación en que tiene lugar el acto sexual. El juego causa-efecto como principio constructor de la trama se ve detenido ante la presencia del sexo en escena. Una escena que narrativamente parece estar fuera de juego, y ya es sólo lugar de lo real.
La inclusión del sexo en el teatro se hace necesariamente al margen de lo teatral. El sexo entonces no es teatro, es otra cosa, que se puede oponer a la progresión dramática. El sexo es un revulsivo. Fingirlo es algo necesariamente falso, se hace que se hace, y se denuncia la ausencia de un hecho que no puede darse a través de la simulación. Realizarlo en su verdad más cruda, sin embargo, es algo que atenta contra el resto de los elementos teatrales. La parafernalia dramática se detiene e invalida por la emergencia de lo real que supone el sexo, como ocurriría también por la aparición de la muerte. El telón discretamente cerraría y vedaría el acceso a algo que ya no es espectáculo.

DRAMATURGIA DEL SEXO
¿Se puede crear una dramaturgia del sexo? ¿Se puede controlar la inclusión del sexo dentro de la trama sin que esta se corrompa y desaparezca? ¿Se puede asegurar la emergencia del sexo explícito dentro del espectáculo? ¿Asegurar la repetición obligada por la rutina de la función programada, mediante un entrenamiento psicofísico, extensión del creado por Stanislavski, o quizá a través de un teatro postdramático?, ¿quizá un teatro del ritual, más allá del formulado por Grotowski y Barba? En el campo de la dramaturgia, específicamente, ¿los personajes desaparecerían, y la trama se vería eclipsada por la contundencia del acto sexual? ¿Qué sentido tiene incluir actos sexuales dentro de la trama? Y desde un punto de vista contrario, ¿por qué descartar de la trama una acción tan importante para el ser humano como el sexo?
Cito ahora de forma extensa mi obra Juego de 2 (Hernández, 2008:90-91). En ella se puede apreciar esa tensión que aparece por la inclusión del acto sexual en la trama, esa crisis en la escena a la que tiende lo dramático y que se quiebra y se refuerza a un mismo tiempo por la utilización del sexo en el escenario. Estamos rompiendo la clausura del relato, desgarrando aquello que había cerrado la trama, y abriendo la duda donde no la había, destripando la maquinaria significante del relato, y mostrando de forma abierta y desnuda ese lugar donde el relato y la realidad convergen y se diferencian.
“CUERPO:    Cabrón, hijo de puta.
(Ella se precipita sobre él, pegándole puñetazos. Le sorprende y caen al suelo, entre fotos en papel, negativos y otro material fotográfico. Ella le golpea, al borde de la histeria.)
                        Hijo de puta.
(La lucha es cuerpo a cuerpo. Y entre exclamaciones de dolor, gritos y gemidos, es difícil distinguir si realmente luchan o hacen el amor. De forma animal, insensible.
Los ojos se cierran.
Las gargantas se abren.)
¿Cuántas han pasado por esta casa? No quiero saber lo que habrás hecho con ellas.
CLIENTE:     Sólo estás tú.
CUERPO:      No quiero saber nada.
CLIENTE:     Sólo puede haber alguien como tú. De ninguna manera puede haber nadie más que tú.
CUERPO:      No.
Esto no es real. Tengo mi propia vida, y es sólo mía. Dejaré esta mierda cuando quiera. Nada me ata.
No soy una puta.
No me tienes.
(El sudor hace que las escasas ropas de ella se peguen a la piel. El CUERPO se estremece sobre el CLIENTE. La muchacha rueda sobre el hombre, con violencia. Él se queja, ella le inflige dolor.)
No quiero saber nada más. No tenía que haber venido a esta casa.
(Ella se convulsiona por el orgasmo. Él espera. Invierten sus posiciones. Sobre ella, él continúa moviéndose, una y otra vez, de forma maquinal, sin placer ya. Con esfuerzo. Y provocando en ella dolor, un daño del que ella empieza a quejarse, hasta que tiene que empujarlo, que echarlo fuera de encima suyo. Se arrastran por el suelo, cada uno hacia un lado.)
No me toques. No me toques.
(Ella resbala por el suelo. Él se queda quieto.)
Me haces daño. Nos hacemos daño. No podemos impedirlo.
Es muy tarde ya. No tendría que estar aquí. Debe ser de noche. Una noche llena de estrellas. No debería haber venido.
CLIENTE:     No hay estrellas.
CUERPO:      Tú no puedes ver las estrellas. No puedes sentirlas. No puedes ver nada. No puedes sentir nada. Nada.
CLIENTE:     Hemos hecho el amor.
CUERPO:      Yo no hago el amor.
Hemos follado.
(Ella, aún en el suelo, se huele las manos, con desagrado. Él se sube los pantalones, y se levanta. Él se acerca por detrás de ella. La muchacha se vuelve y sus uñas arañan el rostro del hombre. Él, aguantando el dolor, no se mueve.)
                        Tengo que lavarme.
CLIENTE:     Entra en el baño, a la derecha.
(Ella coge su bolso. Se acerca a él y le mira.)
CUERPO:       Nunca más volveré a hacer esto. Es mi último servicio. Nunca más, ni contigo, ni con nadie. Nunca más.
(Él la va a acariciar. Ella le toca la mano. Él se suelta y le acaricia la mejilla. Ella le abofetea. Ella coge su bolso y sale de la habitación, en dirección al baño.
Él aguarda por un momento. Luego apaga las luces. Sale al pasillo, hacia la puerta de la calle. Se escucha cómo cierra la cerradura con llave.
Al fondo queda la luz del baño. La canción empieza a sonar de nuevo, desde el principio, de forma estruendosa. La luz del baño se apaga. Pasos de ella. Aún desnuda, la muchacha, a oscuras, entra en el salón.)
                        Enciende la luz, por favor.”
Incluir acciones con actos sexuales sería una apuesta arriesgada para una dramaturgia. Sin duda, se toparía con obstáculos relacionados con lo examinado hasta este punto. En mi caso fue así. Mi pretensión no era caer en la complacencia, en el regodeo de la simple exhibición del sexo. Rechazar la utilización del sexo como simple reclamo, como adorno, y teniendo en cuenta lo anteriormente considerado, jugar a integrar el sexo a través de su radicalidad justo en el eje básico en que la trama articula la escena. Es decir, no buscando en la trama una excusa narrativa para la inclusión del acto sexual, sino que la aparición del sexo se dé en el lugar en que la trama se pone en cuestión. Mi intención sería volver a ese punto en que el sexo se convierte en construcción de la trama para ser luego denegado por ésta.
El sexo en escena tiene un aspecto claramente denunciable, el no afrontar la radicalidad de este gesto para acabar cayendo en la complacencia y en el puro exhibicionismo; en el peor de los casos, el sexo sería justificado por un acto de desafío estético que acabaría convirtiéndose en puro reclamo. Grotowski (1972:13) -citado en Ziomek (1990:264)- se refiere a la inclusión del desnudo en un espectáculo ajeno en este sentido: “la escena que me mostraron tenía que culminar en un acto de extrema sinceridad. La sinceridad es algo que abarca al hombre entero, todo su cuerpo se vuelve un torrente de impulsos tan menudos, que por separado son casi imperceptibles. Y así es cuando el hombre ya no quiere ocultar nada: sobre la piel, de la piel, bajo la piel. Pero ustedes (pues ustedes mismos me lo dijeron) buscaban el efecto, el recurso que podría «transmitir la sinceridad». (...) En ustedes, la piel desnuda actúa como un traje muy efectista.”
Lo peor sería pues refugiarse en el desnudo como algo bello, hacer de él un segundo vestuario, cuando el desnudo señalaría la indefensión del intérprete, su momento de vulnerabilidad frente a la agresión del espectador.
El sexo es manifestación de lo real, y como tal, su inclusión en el espectáculo teatral supondría un revulsivo que haría temblar los cimientos sobre los que se construye la convención teatral. Pero entrar en su repetición, en su ejecución a golpe de texto, a golpe de indicación escénica, ¿no desvirtuaría ese carácter extremo? En consonancia con esto, remarca Ziomek en relación a la cita anterior de Grotowski (1990:264) que “probablemente no había pornografía en el caso descrito por Grotowski, pero había un error y un falso acto de valentía que no previó Schechner cuando suponía que la «envoltura defensiva» de la familia no permitiría que el teatro se saturara de sexo y se volviera orgiástico. Orgiástico puede ser el ritual. Pero hasta el ritual más salvaje no será pornografía, gracias a la coparticipación real de todos. El ritual no es pornográfico, pero puede ser pornográfica la observación del ritual desde un lugar seguro.”
La función diaria, la repetición de la misma partitura de acciones en sesiones diferentes, ¿no haría que el gesto de incluir el sexo explícito dejaría de ser radical para convertirse en habitual? La repetición, ¿convertiría al sexo en algo rutinario y gratuito? Bataille (1992:194) puntualiza “si la posibilidad de trasgresión llega a faltar, surge entonces la profanación. La vía de la degradación, en la que el erotismo es arrojado al vertedero, es preferible a la neutralidad que tendría una actividad sexual conforme a la razón, que ya no desgarrase nada.”
Bataille plantea una paradoja esencial acerca del sexo. Para poder experimentar el sexo, en toda su radicalidad, necesitamos del interdicto y la trasgresión. Pero también para que el sexo nos dé todo lo que necesitamos de él, porque el sexo nos conforma. El cristianismo acabó con esa posibilidad al condenar la trasgresión el sexo y apartar el sexo de lo sagrado, pero aún así dejaba una vía de escape en la profanación. Una racionalista y libre de toda inhibición desarticularía precisamente el goce violento que encontramos en el sexo, y según Bataille (1992:194): “si el interdicto deja de entrar en juego, ya no creemos en el interdicto, la trasgresión es imposible, pero un sentimiento de trasgresión se mantiene, de hacer falta, en la aberración. Ese sentimiento no se fundamenta en una realidad perceptible. Sin remontarnos al inevitable desgarro para el ser destinado a la muerte por la discontinuidad, ¿cómo captaríamos esa verdad? ¡Sólo la violencia, una violencia insensata, que rompa los límites de un mundo reductible a la razón, nos abre a la continuidad!”
Si extrapolamos este texto a lo teatral, podríamos deducir que el sexo siempre tiene que ser citado como algo del lado de lo prohibido, y por lo tanto, de algo del lado del escándalo, de la provocación.
Nunca el sexo podrá ser una acción cotidiana, habitual. ¿Qué hacer entonces con el problema de la repetición? Porque lo que nos atrae del sexo en escena es ese valor de hecho único e irrepetible, inserto en un espectáculo pautado por la repetición rigurosa, que quizá proponen el teatro como nuevo ritual en el que se recuperaría su capacidad de amenaza, de la cuál ha sido despojada por la convención.
El sexo en escena esta en el umbral de lo imposible. Pero nos permite ir al último límite en el que se juega la capacidad del teatro de llegar e impactar a la subjetividad. En esta contradicción a la que llegamos, apostamos por mantener viva esa tentación de alcanzar ese último límite de lo escénico a través de la profanación de la acción, y desde ahí, buscar y redescubrir la verdad de la palabra, la verdad del teatro, alejándonos definitivamente del  juego de los simulacros.

BIBLIOGRAFÍA
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     (1998, traducción de Fernando Savater. Ed. original 1973). Teoría de la Religión. Madrid: Tusquets.
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-GROTOWSKI, Jerzy, “Cobylo (Kolumbia — Lato. 1970 — Festywal Ameryki Lacinskiej)”, Dialog, núm. 10. Polonia, 1972. Citado en Ziomek (1990).
-HERNÁNDEZ GARRIDO, Raúl (2008). “Juego de 2”. Primer acto, nº 325. Septiembre-Octubre-Noviembre 2008. Madrid, 2008.
     http://hernandezgarrido.com
-REAL ACADEMIA DE LA LENGUA (2001, revisión online de 2010) http://www.rae.es
-STANISLAVSKI, Costantin (1994, traducción de Salomón Meriner. Ed. original 1938). El trabajo del actor sobre sí mismo-en el proceso creador de las vivencias. República Argentina: Quetzal.
-ZIOMEK, Jerzy (1990, traducción de Desiderio Navarro. Ed. original 1980). “La pornografía y lo obsceno”. Criterios, nº 25-28, enero-diciembre 1990. La Habana, 1990.
-ZUNZUNEGUI, Santos (1992). Pensar la imagen. Madrid: Cátedra-UPV.