Tuvo que ser en su boda, en la boda de Mamen, cuando
Nicolás se dio cuenta de lo enamorado que estaba de ella. El afortunado cónyuge
de aquella ceremonia no era sino Jenaro, el hermano de Nicolás. Mamen, la
novia, era por lo tanto, y desde ese momento, cuñada de Nicolás y parte de su
familia. Su hermana política. No es que en ese día, en su día, Mamen estuviera especialmente resplandeciente como para
haber provocado este súbito enamoramiento. El aparatoso traje blanco le
favorecía poco o nada. Mal cosido, mal entallado, sobraba tela y ocultaba a una
mujer que de otra manera hubiera resultado atractiva, incluso hasta
espectacular. Este desastre tan extraño tal vez fuera debido a la extraña
precipitación con que se celebró la boda. Anunciada de un día para otro, sin
que a nadie le diera tiempo ni siquiera a hacerse a la idea de lo que podría
suponer esa unión en un futuro, ni mucho menos que en breve eso implicaría una
ceremonia con todas las de la ley y con sus inevitables secuelas. Traje de boda,
lista de regalos, calor, prisas, agobios. Larga espera, nervios, misa, brindis
y convite, banquete y baile.
La novia se movía entre los invitados como
disculpándose por su aspecto desastrado, por el vestido, por la boda, por el
calor, por todo. La improvisación era evidente también en el traje del novio,
demasiado justo para su talla y repleto de detalles discordantes, como el de
una corbata demasiado estrecha y de un color demasiado sobrio, o el de los
puños arrugados de la camisa.
En el restaurante en el que se celebraba el enlace
el desastre se anunciaba sobre el papel en un menú indigerible: toda una
colección de despropósitos. La sola lectura del tarjetón del menú, con una
sarta discordante de platos inapropiados, llegaba a ser entretenida para los
sufridos comensales, que anticipaban su estómago con doloroso placer para lo
peor; en la colocación de los invitados de las mesas, que daba pie a los
encuentros más chocantes; en lo inadecuado del servicio, de aspecto
barriobajero y trato despectivo, propio de quizá cualquier otra circunstancia,
pero nunca de una boda.
La improvisación llegaba finalmente a los mismos
invitados, con cara de haber sido captados por la calle y alistados
apresuradamente para aquella celebración, vestidos de forma aún más discordante
que la de los novios. Se miraban unos a otros, sorprendidos de verse y ver a
los demás en una circunstancia tan insospechada como ésta; sorprendidos al fin
y al cabo de encontrar en el otro
anormalidades que podrían haber encontrado en sí mismos mirándose al espejo.
La luz se fundió, y por unos largos minutos, todos
estuvieron alumbrándose a la luz de los pocos mecheros que había en la sala. La
oscuridad fomentó lo inevitable: una boda improvisada siempre sugiere
connotaciones escabrosas, así que los rumores y los pequeños chismes se
extendieron en las penumbras y continuaron cuando la luz se restableció, para
finalmente sazonar la comida y hacerla más llevadera. Los chismorreos saltaban
de mesa en mesa, aumentando el jolgorio de los invitados. Las mujeres evaluaban
la curvatura del vientre de la novia. Discutían si lo poco conveniente del
vestido no sería un subterfugio para esconder lo que todos ya daban como
cierto, el estado de espera de la pareja. La torpeza de la novia, un par de
mareos, su propensión a huir cada dos por tres al baño. Todo esto, para estas
miradas maliciosas, confirmaba la verdad posible de todas aquellas fantasías.
Alguno, sin embargo, se sentía reconcomido por la sensatez, y pese a que la
tentación de dejarse arrastrar por la corriente de chismorreos era grande, se
sobreponía y negaba el asunto con suficiencia; o tal vez minimizaba el asunto
afirmando que en la actualidad una boda repentina o un embarazo antes o fuera
del matrimonio no son cuestiones a ocultar. Más de uno apuntaba, o bien
pensaba, que lo extraño en la actualidad es que una pareja decida compartir
casa y vida; y más aún, que llegue a pasar por el registro civil, y mucho menos
por la vicaría… Tal vez todo fuera mentira… Pero, qué más daba. Lo importante
era tener algo que contar. Así que los rumores iban y venían, ganando detalles,
cobrando cada vez toques más inverosímiles, hasta llegar a rozar lo fantástico.
Se habló de inseminación artificial, de pruebas de paternidad fantásticas, de
infidelidades varias, de orgías satánicas. Los ojos de los invitados
chispeaban, y al llegar los licores la sarta de sinsentidos
fue coreada en principio por
risitas y luego, con mayor descaro, con descaradas risotadas, mientras que las
miradas malintencionadas se cebaban, de forma oblicua, en la mesa presidencial.